La Constitución del 91 no tiene dueño

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Cecilia Lopez Montaño

Cecilia Lopez Montaño

Columnista Invitada

e-mail: cecilia@cecilialopez.com



Esta fue una de las frases que pronunció Augusto Ramírez Ocampo en la última entrevista que concedió a los medios de comunicación, horas antes de su muerte. Esa frase, la forma cómo la dijo y su firmeza, reflejan claramente su talante: el de un hombre para quien el país y sobre todo, la verdad, estaban por encima de cualquier cosa.

Muchos compartimos su posición de que el gran homenaje a los 20 años de nuestra Carta Magna debería haber sido para el texto mismo o para todos aquellos que tuvieron la iniciativa: los jóvenes de ese momento o los constituyentes que gracias a su desempeño, a su compromiso con el futuro del país, dedicaron muchísimas horas a construirla.

Aunque no lo expresó de esa manera, homenajes personales, muy en boga con ese motivo, son oportunistas. Ese era Augusto Ramírez Ocampo, a cada quien lo que le corresponde.

Se ha hablado de su papel como uno de los pocos, si no el más importante de nuestros internacionalistas; de su compromiso por décadas con la paz, no sólo en Colombia sino en todo nuestro continente; de su brillante papel en Contadora, en Naciones Unidas, en El Salvador. Su muerte nos ha sorprendido a todos los que dependíamos de su consejo, de su visión, de esa forma de ver la política como una misión y de su cariño.

Y nos sorprendió porque para muchos de nosotros seguía siendo un hombre joven, lleno de energías, al que le faltaba tiempo para seguir trabajando por su país, por su región, por el sistema de Naciones Unidas. ¿Cuántos artículos se le quedaron por escribir? Entre ellos, éste sobre la propiedad de la Constitución de 1991, de la cual fue un actor sobresaliente.

Su manera de hacer política con contenido y sin clientela, fue un costo que pagó en el camino por alcanzar algo que él quería: llegar a la Presidencia de la República. Se preparó como pocos. No sólo estuvo siempre en la primera línea en la búsqueda de soluciones al conflicto por la vía del diálogo, sino que comprendía muy bien algo que pocos en Colombia manejan y era el entorno internacional en el que se tenía que ubicar Colombia.

Se opuso a la reelección y defendió el Estado Social de Derecho, ese mandato que haría del país una sociedad menos injusta, más solidaria y en paz. También hizo algo que muy pocos logran en este país: tenía una especie de escuela con alumnos aplicados que le consultaban permanentemente y que se beneficiaban de algo que no se ha resaltado suficientemente, su profunda generosidad, que llegó al extremo de lanzar una pre-candidatura liberal, la mía en el 2002, cuando supuestamente nos separaba la pertenencia a distintos partidos políticos.

Algo insólito en un país lleno de sectarismos y de animadversiones. Ese era Augusto Ramírez Ocampo y por eso, muchos de nosotros, no sólo dimos un grito cuando nos enteramos de su muerte, si no que nos sentimos huérfanos. Por fortuna nos queda Elsa, esa compañera inteligente y solidaria.

Se fue con los honores que merecía como un gran líder, como ex presidente. Por eso él y su familia se deben sentir tranquilos en medio de este gran dolor. Pero fue el país el que perdió la gran oportunidad de haberlo tenido como su primer mandatario, de haberse beneficiado de sus cualidades: generosidad, templanza, inteligencia, mundo y muchas más. La que perdió fue Colombia, no él. Querido Augusto, entrañable amigo, inmejorable guía, que falta la que nos harás…