Contar un cuento

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Hace ya varios meses que reseñé aquí mismo una novela titulada La forma de las ruinas, cuya manera de abordar su trasfondo histórico me pareció interesante, tanto como el lenguaje mesurado y preciso con que se lo hizo.
El autor de esa novela se llama Juan Gabriel Vásquez, colombiano, bogotano, abogado que nunca ha ejercido, medio extranjero en su país que parece haber vivido el suficiente tiempo afuera para ver las cosas vernáculas acaso con mayor claridad, o al menos con serenidad. En diciembre pasado, Vásquez publicó un libro de cuentos, Canciones para el incendio, que ahora mismo terminé de leer completo. Se trata de unos relatos entrelazados a través de un hilo conductor muy definido: la propia vida del autor. Es como si a él se le hubiera ocurrido hacer valer en la práctica aquel viejo proverbio que dice que hay que vivir y mucho, aquí y allá, con unos y con otros, antes de poder escribir.

Algunas de esas historias no son sino recapitulaciones muy entretenidas de anécdotas personales, lo cual no les resta mérito literario alguno, al contrario. Sin embargo, sí nos devuelven imperceptiblemente a lo básico, a lo esencial en esto de escribir para ser leído por otros: si lo pensamos bien, la vida de todos nosotros es un cuento que muy bien podría ser contado, por alguien más, por uno mismo. No hay nada de verdaderamente espectacular en la vida de nadie que, intrínsecamente, sea superior a los episodios vitales de otras personas quizás no tan refinadas, sofisticadas o afortunadas, en los negocios, en el amor, en el deporte, en las cuestiones más banales o aún en las trascendentales. Todo está en la búsqueda de valor existencial: si algo nos pasa el día de hoy, y lo sabemos entender en términos de significación, puede que estemos en presencia de la mejor de las elaboraciones narrativas.

Claro está que hay cosas que suceden y no representan absolutamente nada. Hay que cepillarse los dientes, ¿tiene ello una trascendencia oculta más allá de su función práctica? Creo que no. Pero yo me estoy refiriendo a las informaciones aparentemente dispersas que nuestro cerebro recibe como si nada y no procesa en clave de conexión, puesto que no son sino eso, nada, ¿no es así? Bueno, ¿qué tal si no?: ¿qué pasaría si los días estuvieran llenos de eventos merecedores de toda atención porque en estos podrían estar envueltas unas claves que deberían ser resueltas para de tal forma hallar la nuez de la felicidad de cada cual? Desde luego, no lo sé. Pero es posible aventurarse a creer que dejaríamos de ver a las casualidades como algo carente de sentido, orden o lógica; y entonces sería factible que aquello que durante tanto tiempo se ha desechado por caótico cobre relevancia en la medida en que el caos se revele como respuesta.

El azar se convertiría, a nivel general, pienso, en el gran determinador universal del ser al que, por lo demás, habría que prestar suma atención, de modo que haya oportunidad de enlazarle las partes sueltas, inasibles, tan solo perceptibles para las mentes dispuestas a dejarse sorprender por las chispas producidas al roce de los metales con que alguien construyó un incierto ferrocarril personal. Este, después, iría a doblarse, se quiera o no, en las encrucijadas constituidas por los demás caminos de hierro que encontramos atravesados.