Eran más ingeniosos los de antes

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Era una época de no muchos ladrones en Santa Marta. Se contaban con los dedos de una mano: Franklin, “Medio Pueblo”, sometía a sus víctimas a mano limpia. Los amenazaba con el puño cerrado, los alzaba del cuello y les mascullaba en el oído: “…dame la plata o te pongo la maquina”. El “Mono Vergel”, ladrón de bicicletas que se subía a una mal parqueada y la pedaleaba hasta perderse. Si por alguna razón fallaba y lo capturaban muy hábilmente se zafaba: “¡erda ñía!, yo pensé que era la del Choro” y se iba tan campante.

Decían que se dormía con las puertas abiertas. Se caminaba sin la zozobra de tener que mirar atrás para descartar que ninguno nos siguiera. La percepción era la de una ciudad segura, resguardada y vigilada por los vecinos que te salían al paso ofreciéndote un saludo con media inclinación, gesto de sobrero y apretón de manos, incluido. Los policías eran gordos y si acaso se veían. 

Inmigrantes y nativos se mezclaban en el incipiente comercio de la carrera cuarta entre Cangrejal y La Sequía, cuando pasábamos buscando las plazas de San Francisco y Catedral. Joyas finas, relojería, calzado, ropa, sombreros, telas y abarrotes, un cine, El Panamericam y dos boticas. Los negocios de telas eran exclusivos de sirio-libaneses que para nosotros eran turcos. Majitos, que aprendieron el castellano a trancazos y con El Alhambra y El Tío, entre otros, se volvieron parte integral del paisaje urbano. 

Reinaba la tranquilidad en el ambiente. Pero, no faltaba el ingenioso que quisiera “salirse con la suya”, por diversión más que por necesidad. Un señor bien puesto, de mediana estatura, bifocales remarcados sobre las mejillas rosadas, entradas plateadas, camisa oscura de holán, zapatos corona negros y un pantalón gris claro de lanilla con pliegues bien definidos y ajustados: “Buenas tardes, amigo (…) muéstreme por favor las telas que están al fondo”, dirigiéndose al dependiente, una persona de aquí con amplios conocimientos en el arte de los tejidos nacionales e importados.

Tocaba las telas una y otra vez con maestría, las acariciaba, miraba las marcas en el orillo, las estiraba, “…bájeme aquella pieza color azul cielo y la mostaza, por favor…”, preguntaba precios, se regodeaba, se acomodaba las gafas que ya el sudor de la cara descolgaban. “…déjeme ver esta…cuantos metros tiene…cien yardas…me dice usted que a 5 pesos la yarda…un poco cara…pero me gusta…si me la deja siquiera en tres me la llevo…es que necesito la pieza completa de este paño gris para los vestidos de los graduandos de El Liceo…”

“No puedo señor, no estoy autorizado para venderle a ese precio.” Dígame entonces qué hago, a dónde está el dueño para hablar con él. “Allá arriba, en su oficina” ¿Cómo se llama? don Antonio. “Si quiere sube y le pregunta si se la rebaja. Con ella al hombro subió la escalera de madera: “…don Antonio, cómo está, soy comerciante de telas y le vengo a ofrecer esta pieza de legítimo paño inglés por sólo cuatrocientos pesos a ver si la compra”. En su media lengua le respondió: “No, no me interesa, en el almacén tengo bastante de ese paño”. “Pero, mire lo barata, don Antonio”. “Ya te dije que no, llévatela”.

Lo siguió con la mirada mientras bajaba sonando sus pasos sobre la madera seca de la escalera, se levantó y se asomó por la baranda del mezanine para cerciorarse que se marchaba; el visitante casual lo sintió, lo miró y le dijo: “…entonces, don Antonio, ¿me la llevo?” Y él respondió: “Sí, ¡llévatela!”.