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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La película es buena, sin ser nada del otro mundo. Spielberg se reúne con su viejo amigo Hanks y con la mamá grande del cine norteamericano, Streep, y entre todos hacen un filme entretenido, algo apologético y ligero (para poder venderlo, claro está), y, especialmente, oportuno para la época actual.

Se trata de The Post, en referencia a la historia reciente del importante diario de la capital gringa, The Washington Post, que es de tirada regional y de alcance nacional e internacional por la dirección de su línea editorial, de alto vuelo político, liberal y cosmopolita; aunque, en contraste, a no dudar diseñado para una élite cultural, y, hasta cierto punto, económica. Este es el tipo de historias que le encanta contar a Hollywood para dramatizar aquello más bien prosaico, para convertir un asunto de apenas intereses particulares, de dinero, en un problema de valores, y, a partir de eso, volver a definir el bien y la bondad, el valor y el heroísmo, la democracia y la libertad y la igualdad…

Tal vez por el cansancio acumulado frente a estas sublimaciones, que otorgan valor a cosas y gentes que no lo tienen tanto, el otro día a Meryl Streep le dedicaron carteles anónimos en las calles de Los Ángeles en los que se la puede ver de risas con Harvey Weinstein, el famoso productor de cine acusado de violaciones y actos relacionados con ello; y, justo en medio de su rostro coloreado de blanco y negro, en sus ojos, una franja roja con letras blancas al fondo blandiendo la inscripción “She knew”, es decir, que ella sabía. ¿Sabía qué? Parece ser que de las violencias sexuales y demás. Es solo una acusación, por supuesto, no tiene que ser cierta. Pero es notorio el hastío: en la película de Spielberg, Streep (que es la Katharine Graham de la realidad) pasa de viuda de la alta sociedad, sin ni idea de negocios ni de periodismo, a ser una suerte de heroína desconocida de la historia yanqui, y, por el contexto de los hechos narrados (principios de los años setenta), además, la vemos transmutada en la pantalla, casi de la nada, en ícono feminista para las jóvenes de ese momento.

Al público cinéfilo consciente ya molestan estas historias de convenientes tergiversaciones. Entre otras cosas, parece como si la gente hubiera empezado a preguntarse qué tiene de malo mostrar las cosas como son, si, finalmente, la verdad cuando es verdad también tiene su encanto. Por lo demás, el caso de esta película es un ejemplo de lo que legitima a los de la ultraderecha, en los Estados Unidos o en cualquier otro país: la izquierda también ha dicho sus posverdades, y muchas de ellas con ayuda del cine, es decir, mentiras elaboradas, sofisticadas, en forma de narrativa, y no poco persuasivas. Mientras sigan existiendo estas falsedades “románticas” vendrán más de las nada rosadas del amigo Trump, o de cualquier otro que haga sus veces. Va a seguir pasando.

Así, por ejemplo, en The Post no se acepta que el interés subyacente de la gente del Washington Post -dueña y periodistas-, para hacer lo que hicieron, era volver a su periódico uno de cobertura nacional. Y eso, ¿por qué? Más plata, más influencia política. Se evita decir en la película que los propietarios de los periódicos no están interesados en revelar la verdad de hechos difíciles, históricos o no, si tal develación no conlleva un beneficio personal. Si no, ¿con qué objeto las pudientes familias colombianas que participaban en política tenían su propio diario?: ¿por amor al derecho a la información? Claro que no. Pero sí por convicción de poder: quien decide lo que puede ser noticia, o lo que es opinión, tiene mando sobre los políticos. Y, si el periodista y el político (o el amigo de políticos) se confunden en una sola persona, ningún favor le hace a la sociedad si opta por informar verazmente, sin favor ni temor, cumpliendo el primer rol. Es su deber y nada más. Para eso está.