Florecita imperial

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Como lo saben los tahúres como yo (?), el título de esta columna hace alusión a la mano de póquer más codiciada por casi cualquier jugador: la flor imperial (también conocida como escalera real). En esta azarosa e imbatible combinación de cartas, cinco de ellas, todas pertenecientes al mismo palo, vienen dadas como por mano divina en riguroso orden ascendente. Como por mano divina. O diabólica (a mí me decían cuando niño que los juegos eran cosa del diablo). Estaba así, muy relajado y como si tal cosa pensando en esto cuando de repente me acordé de la campaña presidencial que presenciamos, que aún no arranca del todo y que ya me tiene aburrido.

Sobre todo recordé asociativamente la flor imperial con la que los colombianos nos deleitaremos el segundo domingo de elecciones de 2018, de tres pactados, y que está compuesta por las cinco cartas más altas de este naipe político nacional, que no es ningún jardín. En desorden: Vargas, Petro, Fajardo, De la Calle, y muy seguramente Duque. Son los que tienen opciones reales, esos cinco. Quién lo puede negar sin primero dejarse llevar por las emociones electoreras. Ya en un segundo orden, también desordenado, aparecen Ramírez y Ordóñez –como en recíproco cuerpo ajeno, aunque vivan de pelea-, Córdoba, López, Londoño, Caicedo, Pinzón…

Hace ya varios años, en otra época electoral colombiana, cuando Venezuela era un ejemplo de buena vida, detuve el control remoto en un canal de televisión de allá, tal vez el mejor en cuestiones políticas, y así pude espiar cómo los periodistas de aquel país se admiraban sinceramente de que tuviéramos entre nosotros más de diez candidatos presidenciales, todos ellos poseedores de un discurso y de una propuesta elaborada de gobierno, todos con posibilidades de ser presidentes. Todos tenían el hambre de poder suficiente para dejarlos convencidos de su fuerza democrática, sin saber, ni ser siquiera medianamente conscientes, de que después –hoy- necesitarían más convicción, ellos mismos, para salir de una dictadura que entonces no lo era en plena forma.

Se asombraban los venezolanos, fundamentalmente, de la capacidad oratoria de los nuestros. Creo que se trataba de las elecciones de 2002, cuando el calumniado doctor Álvaro Uribe ganó por primera vez la presidencia de la República, para fortuna de la patria y, especialmente, del periodismo local. Y es que, desde las épocas inmediatamente posteriores a la Colonia, los políticos de Santa Fe de Bogotá fueron cultos avivadores de plaza pública, lo que les permitía diferenciarse de sus homólogos de Caracas, donde hubo desde siempre mayor talento –si es que la palabra cabe- para ser militar y esas cosas. Dogmáticos los unos, pragmáticos los otros. Sigue igual eso, creo.

Los cinco de la baraja verdadera no son buenos candidatos, ciertamente. Ninguno aborda con realismo, y sin sectarismo, los problemas de fondo de este país, que tiene muchos y graves. Los de derecha (¿Duque, Vargas?) son un fastidio de gente a la que se le nota desde ya a nombre de quiénes quisieran gobernar. El de izquierda (¿Petro?) suena anacrónico y poco creativo, rencoroso, tanto para su campaña como para la idea de gobierno que tiene. Los de centro, suponiendo que lo haya (¿Fajardo, De la Calle?), no me dicen nada: intuyo que en la campaña de De la Calle ni él mismo cree en lo que dice; y Fajardo no me gusta: me parece otro antioqueño que viene a “hacerle el favor” a Colombia de gobernarla, como Uribe se lo hizo. (Y no creo que sea de “centro”, sino más bien un peligroso oportunista sin teorías propias, un tipo maleable). Pero esto apenas empieza –por desgracia-. La florecita imperial todavía tiene tiempo de marchitarse.