Busetas de babel

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


Hace unos cincuenta años y no más, solo había dos rutas de buses hacia el Este de Santa Marta: Cundí-Olivo y Mamatoco. Había otra ruta a Pescaíto que hacía el recorrido por Manzanares y Maria Eugenia; estaban los buses de Gaira, “Los Mixtos”, que eran camiones de carga y pasajeros, que viajaban a Taganga, Minca y La Tagua y, El Rodadero estaba cubierto con busetas turísticas y el típico “Mi Ranchito” de Julita Rodríguez.


A medida que fueron apareciendo los nuevos barrios en el mapa de la ciudad, se iban agregando recorridos, como sucedió con la ruta Cundí-Olivo que terminó incorporando al Libertador y a Bastidas. Recuerdo un busecito pintado de azul, blanco y rojo que se llamaba “Olímpico 28”, haciendo honor a los Centroamericanos y del Caribe que se jugaron en la Villa Olímpica. Todos partían y llegaban a la Plaza de San Francisco, donde quedaba el antiguo mercado municipal, que era además el centro de comercio en el que florecían Chingolo, El Universo y M.D. Abello & Cia. Nada de trancones ni congestiones, la vida trascurría de manera sosegada y tranquila.

En aquellos tiempos Santa Marta podría tener unos 30 o 40 mil habitantes y la ciudad comenzaba a crecer en sentido contrario al mar, buscando la única salida que dejaron libre los cerros tutelares que la encierran, en dirección a la Sierra Nevada sobre la Avenida de El Libertador. Con el correr del tiempo y gracias a los movimientos migratorios fueron apareciendo muchos más barrios, mucha más población y muchos más vehículos y modalidades de transporte público urbano. No solo buses como “el muñeco” y “la ballena”, sino busetas, taxis, moto-taxis, bici-taxis y taxis colectivos que hoy ocupan casi el 60% de las vías.

La oferta a nuestros ojos es exagerada y la guerra por montar al mayor número de pasajeros, nos muestra un panorama de absoluto caos, que nos haría suponer la existencia unos elevados índices de accidentalidad. Pero no. Todo parece funcionar de maravilla dentro de una lógica en la que conductores, pasajeros y autoridades conviven en “sana armonía”. Basta nada más con convertirse en usuario del servicio aunque sea por unos pocos minutos, lo que nos lleva llegar a la Carrera 24 con La Libertador, subiendo por la Santa Rita desde la Campo Serrano, en un micro-bus.

“Venga mami, aquí tengo el suyo, allá atrás hay puesto (...) córranse por favor (...) déjame en la esquina, papi (...) no te pases, dame la parada (...) aquí está el vuelto del de cinco (...) ¿pasa por Villa Cacho, por la Avenida del Río? (...) no, mi vida, no sé, yo sé hasta dónde llego a Bonda, pero no sé por dónde paso, es que no soy de aquí (...) soy de Valledupar y tengo apenas tres meses manejando en esta ruta (...) creí que era venezolano (...) venga maestro, se monta acá delante (...) mi amor, te llamo ahorita que estoy en un trancón y tengo la buseta llena (...) el de diez, aquí está el vuelto (...)”.

Es apenas éste el dialogo normal entre el conductor y el usuario del servicio, que ocurre mientras se le aparta bruscamente a la moto, frena en seco para no golpear al carro que tiene en frente, sube una llanta al andén, le grita al de la bicicleta que no se atraviese, le aprieta el acelerador para coger el semáforo en amarillo y pasarlo finalmente en rojo, pita, suena la radio y todos mantienen una larga y animada conversación desde sus celulares. Es el caos mismo que a la larga funciona, porque no existen controles distintos a los que les indica la lógica de transportar y transportarse, de llegar rápido y repetir el recorrido tantas veces como sea necesario. Posiblemente no tan cómodos, no tan seguros y no tan descontaminados. Quien lo dispuso así, quien lo planificó de esa manera lo hizo pensando en una buseta de Babel.