El poder excesivo genera soledad

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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



La obsesión por el poder no es exclusiva de los dictadores. Muchos presidentes legalmente elegidos tratan de manejar los hilos del poder de tal forma que, posteriormente, al dejar su cargo, tengan la oportunidad de volver para atornillarse en la silla presidencial. Escudriñan en la Constitución política del país para descubrir fisuras y, con la ayuda de sus cómplices en las altas corporaciones del Estado, introducen los consabidos ‘micos’ para garantizar sus futuros zarpazos. No se resignan a la ‘viudez política’. Convertirse en ciudadanos comunes y corrientes no está en sus planes. Ese afán de poder nos lleva hoy a tratar, muy someramente, algunos aspectos de quienes poco a poco terminan por convertirse en dictadores, aunque hayan llegado lícitamente al cargo.


En entrevistas realizadas a escritores encontramos, en muchas de ellas, confesiones que dejan ver una especie de fijación sobre personas que detentan el poder. Puede tratarse de admiración o de repudio hacia ellos pero, en todo caso, la posición todopoderosa del gobernante atrae con frecuencia a los cultores de la palabra. García Márquez, por ejemplo, para escribir ‘El otoño del patriarca’ se impregnó de la condición omnímoda que rodea a los dictadores. El novelista condensó en su obra los defectos de algunos sátrapas de Hispanoamérica para caracterizar a su patriarca, de nombre Zacarías. El paraguayo Augusto Roa Bastos dibujó magistralmente a su personaje de ‘Yo, el Supremo’. El guatemalteco Miguel Ángel Asturias tenía muy delineado el perfil de su ‘Señor Presidente’. De igual manera procedieron el narrador y dramaturgo español Ramón del Valle-Inclán para escribir su ‘Tirano Banderas’ y Mario Vargas Llosa para inventar ‘La fiesta del Chivo’. Ejemplos sobran. Todos ellos tuvieron en mente al tirano argentino Juan Manuel de Rosas, quien conformó un ejército a su medida, integrado por campesinos, negros y gauchos; además, le sumó un componente religioso al crear el Partido Restaurador Apostólico. Claro que estos dictadores siempre han necesitado como respaldo la fuerza pública, a la cual colman de prebendas para garantizar su permanencia en el poder.

Pero el poder obsesiona y obnubila. Los dictadores en la historia ocupan un sitial que ellos mismos crean y en el cual pretenden perpetuarse. Encuentran en el poder una herramienta que les otorga la fuerza necesaria para someter, humillar y degradar a los seres que, por desgracia, padecen el rigor injusto de sus decisiones. El poder embriaga; por eso es difícil que quien lo ejerza considere la posibilidad de abandonarlo. Por el contrario, cada vez quiere permanecer en él más y más tiempo. Esta es la razón por la cual nunca encontraremos un dictador “en uso de buen retiro”. Las extravagancias de esos gobernantes los convierten en seres excéntricos, exóticos, ridículos. Pero todo eso no sería tan peligroso si no fuera porque dichos excesos poco a poco los conducen a la irremediable condición de crueles e insensibles a las necesidades de su pueblo. Más tarde puede comprobarse que estos seres llevaron una vida llena de carencias. Es decir, se cumple el rito y termina con la soledad del poder.

Siempre habrá gobernantes déspotas, pero también existirá la esperanza de que la justicia los alcance, aunque sea en el tramo final de su tenebrosa existencia. Así ocurrió con Augusto Pinochet. Los dictadores generalmente siguen un libreto que desarrollan al pie de la letra: para sus opositores, considerados subversivos, hay vigilancia, seguimiento, detención, interrogatorios, torturas, desapariciones y muerte. Sin embargo, no siempre tienen tiempo para quemar estas etapas porque alguien se lo impide. Por fortuna.


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