De rodillas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En cualquier país apenas digno sería harto reprochable que tanto gobierno como oposición estuvieran disputándose el cuestionable honor de ser el primero en ser atendidos –peor aún: en un pasillo de un club social, a las carreras- por el líder del país más poderoso del mundo, por más poderoso que sean ese líder y su país.


Pero cuando alguien en Colombia levanta la voz, después de pensárselo, y recuerda que, aunque ello no se diga, en todo acto humano siempre hay algo en juego llamado dignidad, sin lo cual es impensable la vida buena, sobran los borrachos que le increpan en voz alta para recordar esa asquerosa deformación del realismo que nos ha hecho un pueblo de tantos delincuentes como para poder exportarlos: “¡Con la dignidad no se come!”.

Así, este problema se resuelve, para muchos colombianos, con la siguiente proposición: no vale la pena el respeto propio si ello no conlleva a una necesaria materialización en metálico de lo hecho; o, también: ¿para qué respetarse a sí mismo si los demás no te respetan porque no tienes nada valioso para ellos? Esa perversa reducción del pragmatismo, ese inmediatismo malsano y miope nos ha hecho, cuando menos, una nación de filibusteros y mercachifles: aquí lo que le importa a mucha gente (y por eso los líderes actúan en consecuencia) es, simplemente, ganar plata. Y ahí vamos.

Es por eso que aquí ni siquiera se cuestiona el precio que en independencia, soberanía, dignidad, orgullo, y demás sustantivos nacionalistas, significa que los líderes políticos del país se la pasen rogándole a un atarván como Trump que, por favor –porfavorcito-, los reciba. Qué vergüenza. Y el que gana, o aparenta estar ganando, de estos gobernantes mediocres (dos expresidentes y un presidente en ejercicio) es el que, en efecto, puede alardear de haberlo logrado, y cobrar los réditos. Qué humillación auto-infligida para este país. ¿Alguien se imagina al jefe de gobierno de algún Estado exitoso en materia económica, social o militar besando el mismo zapato con que se le pretende patear en la cara? ¿Alguien se imagina a los rusos, alemanes, japoneses, chinos, turcos, australianos, brasileños o surafricanos rogando a los gringos por su amparo?: ¿alguien puede imaginarse por qué la gente de los países que dominan la escena mundial les exige, en primer lugar, a sus gobiernos, respeto inflexible por la bandera nacional en toda circunstancia?

En Colombia se impuso, a lo largo de la historia aquella moral del culebrero, del infantil negociante dispuesto a todo con tal de ganar más que el de al lado: se es más persona, más hombre –o más mujer-, más valedero, más importante, más, sencillamente más, si se gana plata, y así, se la puede enrostrar a otro. Además, si esto se hace por la vía buena, pues bien; pero si se hace mal, con trampa o con flagrante mediocridad, pues bien también. Los politicastros de que disponemos no son sino el reflejo de esa actitud ramplona y vulgar ante la vida, que jamás nos llevará a ser un país siquiera relevante a nivel global. Apenas nos alcanzará para seguir siendo el referente de la coca, y tal vez, para que nos sigan teniendo miedo. Y lo peor: internamente, entre nosotros, nunca alcanzaremos la verdadera paz, que no es sino la deposición de las malas voluntades, muy unidas como estas están a la pequeñez espiritual, a la estrechez mental y a la cortedad de miras. Esto es lo que hay. Debería haber algo mejor, y el liderazgo político tendría que poder concretar ese anhelo.


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