Voz, bus, crack

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El tipo se sube al bus medio muerto de frío, vistiendo una camiseta que no le sirve para cubrirse el ansia, deshuesado, lleno de fe en la conquista, hambriento de cien pesos, inspirado, hablador, convencido de lo que dice, de lo que va a decir, de lo que dirán por él esos silencios de la vida que en el interior del vehículo se hacen muerte. Por algo dicen que el arte está en todas partes, que sólo hay que saber verlo, apreciarlo, reconocerlo en las pequeñas cosas de la vida, en el día a día del existir.

Así, estoy habituado a buscarlo, sobre todo en la insignificancia, en lo que no le importa a nadie, en donde quizás no está. Pero lo intento a pesar de todo, pues, cuando a veces lo encuentro, suele justificarse todo el esfuerzo precedente: hace que valga la pena desgastarse mentalmente, una y tantas veces, sólo por atisbar un segundo ese puntico refulgente de belleza, humanidad, magia, bondad, inmortalidad y poder que es la pura expresión artística.

El hombre cuenta alguna historia que, en verdad lo digo, no entendí: el cuento de una mariposa que quiere ser más bonita, o algo así, pero que encabeza sus plegarias con un "padre mío" que me dolía el oído cada vez que él lo decía, yo no sé por qué… Una mariposa rogándole a Dios, padre Todopoderoso, no es cosa de todos los días. Entonces lo admito, inicialmente no pude con el relato rodante, qué pena, pero todo encajó cuando el mismo acabó con un hermoso: "y se convirtió en una mujer". Fin de la historia. Y esas palabras fueron como un grito acallador de todas las demás voces, del motor, de la calle incluso.

Fue una sentencia, pronunciada por esa voz ronca de ese hombre mojado sin estarlo que apenas podía sostenerse en el vaivén de ese carro, pero que no se detuvo nunca mientras decía lo suyo, impertérrito, que entonaba tan bien como un cantante, que balanceaba las letras de las palabras que paría con un magro sentido de la estética, aunque limpiamente, y que nos encandiló la escucha como una serpiente domina a su encantador, mordiéndolo donde le duele, matándolo de muerte lenta y deliciosa, con el rítmico latir del veneno en la sangre negra de un cadáver insepulto, del tejido necrótico que somos todos los que vamos condenados a ver la calle en charcos mientras el bus viaja a través de su dimensión ya conocida.

Creo que sí asimilé la historia, ahora que lo pienso mejor: era la de una mariposa inconforme que pedía a Dios la gracia de ser más bonita y a la que él premió finalmente convirtiéndola en una mujer. ¿Literatura oral? No lo sé, no puedo saberlo, no me importa, no me puede importar: pero algo sí es seguro: en esos instantes que no valen una moneda de doscientos, ese hombre que tal vez leyó -robó- la historia de alguien más y, que quizás no era consciente de lo que repetía, entre cansado y enérgico, nos subyugó con su voz nada atractiva y con su pronunciación más bien mala.

Durante esos momentos, en los que muchos de los viajantes del bus iban tapándose la nariz por el olor del cuentista, el silencio que produjo éste a través de nosotros, los sentados, por su vida, por su humanidad deshecha y desperdiciada, y, pese a esto, por su impecable narración, sentida, dolida y viva, valió el aplauso que, al final, él mismo se dio como buscando apoyo en mí y en ti, pero, principalmente, anhelando los cien pesitos de siempre, quién sabe para comprar qué.



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