Terapia de choque

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Fui a ver la última película del cineasta antioqueño Víctor Gaviria, La mujer del animal.
Fueron dos horas en las que no pude dejar de pensar, momento a momento, en cuál sería la siguiente atrocidad que vendría en la pantalla, una tras otra, sin descanso. Alcancé a cabrearme con Gaviria durante la proyección por hacer de la vida algo horrible, carente de sentido ni razón: por detenerse con demasiada lentitud en la aparente sinsalida de quienes no conocen más que su propia y limitada realidad, pudiendo hacer más por cambiarla -me dije varias veces-.

Tal vez el hecho de saber que la violencia extrema, terrible y criminal que se presentaba en la película era la representación de algo que en verdad había sucedido a ciertas personas condicionó que cada bofetada, cada patada, cada cuchillazo o balazo, o que cada “simple” “hijueputa”, de los millones pronunciados, me hicieran sentir amargas las crispetas que compré. Fue una noche larga. Jugando al crítico de cine, podría decir que mientras estuve allí, atornillado a mi asiento, también pensé por instantes que este filme era algo así como la continuación de La vendedora de rosas, de 1998, entonces famosa por su crudeza visual y lingüística, pero todo un poema cursi si se la compara con esta creación.

Sin embargo, deseché rápidamente tal idea: no podía tratarse de ninguna secuela si era evidente que el director esta vez exageró. Me explico. Tengo la teoría de que hace dos décadas la revelación del reality era tan diciente por sí misma que a todos como que nos tomó por sorpresa que la vida en verdad pudiera ser tan procaz, tanto, que creo que gran parte de las curiosas maneritas de pensar de hoy se le deben a aquel velo descorrido por los muchos intentos similares de hacer algo distinto, a la “sinceridad” como nueva y repentina forma de vivir.

 Pero, hoy, el reality en el cine (y, aunque menos, también en la televisión) recoge sus pasos: hoy el péndulo vuelve a su lugar original en estas materias, y así, quienes han sido los precursores de esa mezcla deliberadamente ambigua entre ficción y realidad para contar historias (Gaviria entre ellos), parece que tienen que recurrir a experimentos desesperados, como la enfática exageración de la violencia (que, es cierto, en el caso colombiano no es ningún recurso estilístico, sino rutina), para mantener al espectador aferrado a algo. 

Y no digo que fracasen quienes hacen eso; digo, por el contrario, que lo logran, pero que el costo es alto, porque con esa paradójica vuelta a la ficción desde la “realidad” (el mundo al revés), se manipula muy cruelmente a un espectador que a veces no quiere pensar en más desgracias, sino simplemente respirar por un par de horas: si a la gente le presentan combinada la realidad y la ficción, despegando desde la primera para aterrizar en la segunda, no faltará quien se pierda en los vericuetos del embrollo hasta la angustia misma de no saber qué pasa.

 A esta película le queda el cuestionable mérito de hacer reflexionar con hondura sobre la violencia, la machista y la mafiosa, y sobre otras, especialmente al encenderse las luces. Se dirá, con razón o sin ella, que en Colombia hace falta ver las cosas así. No puedo saberlo con certeza, pero el silencio en el público al final, tenso y denso, podría ser interpretado por no pocos como un aplauso inaudible justamente debido a su tal vez irónica estridencia. 


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