La educación de lo prohibido

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



“Un muerto es una tragedia; un millón de muertos es estadística”. De acuerdo: tal vez Stalin estaba de buen humor ese día y le dio por ponerse a mamar gallo. No obstante, la crueldad del autodenominado “hombre de hierro” se hizo cierta con ese dicho, su crueldad y su poca consideración por la humanidad. Lo que no quedó en duda, me parece, es su brillante comprensión de la vida en sociedad y de las reacciones de esta última: la humanidad no es la misma cuando está toda junta. Hay que ver a una persona estando sola y después interactuando, en ámbitos ya favorables, ya adversos: a eso se refería el dictador: un muerto le importa a todo el mundo, mientras que un montón de muertos no le importa a nadie, porque todos están preocupados por salvarse de lo que sea que haya causado esa matanza.


Traigo esto a cuento porque hace unos días leí una columna en Internet (“El mundo es de los mediocres”) de una escritora hispano-uruguaya, Carmen Posadas, muy inteligente ella, pero al parecer carente de sentido común. Dice sin aspavientos que el georgiano José Stalin era, por ponerlo en términos suaves, un fracasado con suerte: incapaz, intrascendente, poco interesante, gris, bruto: por poco no le atribuye también el carácter de bobo. Es muy dura la escritora con alguien que logró tanto con tan poco: de la nada se hizo con todo. Eso, hay que decirle a Carmen, tiene un gran mérito. Otra cosa es que Stalin se haya insensibilizado completamente (aunque no mucho más que cualquiera de su tiempo y espacio).

Pero ese es el punto: es muy fuerte la tentación de confundir axiológicamente lo que se hace con el porqué se hace eso mismo. La “obra” de Stalin es, sin duda, terrible; pero la dificultad que enfrentó para lograrla entraña estar en posesión de un carácter y de un entendimiento notables, aunque no en el sentido tradicional. Hay que saber diferenciar los hechos para conocer a las personas. Sensación similar me he llevado por estos días con la lectura de “Los libros del Gran Dictador”, del historiador gringo Tymothy W. Ryback, una especie de biografía bibliográfica de Adolfo Hitler. En algún aparte, el autor señala que el dictador germano era, a los treinta y cinco años (edad en la que escribió “Mi lucha”), un completo ignorante que desconocía los fundamentos del idioma alemán. Incluso aporta pruebas que parecen irrefutables en este sentido. En lo que no estoy de acuerdo es en la idea de que Hitler fuera, a semejanza de la semblanza referida de su enemigo Stalin, un animal que apenas se pudiera parar en dos patas: ninguno de esos dos hombres, causantes de tanto sufrimiento por razones en principio egoístas, pudo haber sido un fulano que no comprendiera lo básico de la vida. Más allá de sus verdaderas motivaciones. Me niego a pensar que se pueda ejercer dominio sobre los demás sin atender a lo más importante, que la educación correcta no pocas veces soslaya: el hecho de que no estamos solos, y de que, en realidad, hay hombres que son muy conscientes de eso y no les importa seguir solos aun rodeados de los demás. ¿Cómo llamarle a ese tipo de inteligencia que hace abstracción de la vida ajena, y que es capaz de ver al resto como cuerpos sin alma que están para servir a los propósitos particulares? No es algo tan infrecuente, después de todo: no es patrimonio exclusivo de los dictadores.


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