Temor reverencial

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Hace unos días leí el análisis del periodista Gonzalo Guillén sobre el caso de Yuliana Samboní: su tesis de que, en esencia, los hechos que perpetró el victimario de la niña fueron en su conjunto una especie de variante actualizada y citadina en Colombia del medieval derecho de pernada de la Europa feudal, me convenció. Pude extrapolar la idea y aplicarla a otros eventos de ocurrencia cotidiana; por ejemplo, el golpe en la cabeza que el Vicepresidente de la República le dio a su escolta cuando este intentaba cumplir con su irónico a más no poder trabajo de protegerlo.


Semejante hecho de maltrato, que pasa casi desapercibido en los grandes medios de comunicación, y que solo obtiene tibia satisfacción noticiosa en la redes sociales, no es, de un lado, sino una manifestación más de la cobardía de los que, no encontrando oposición, se sienten invencibles; y, de otro lado -lamento decirlo-, una expresión viciosa de la pasividad de otros que, ya sea por el peso de la historia, o por razones respetables de miedo a perder el sustento diario, convierten lo que debería ser inaceptable para ellos en una comedia para otros.

Y sí: es cierto. Que el poderoso imbécil de Vargas Lleras le pegue a uno que considera su inferior (y que este no le responda debidamente, sino que se resigne a su suerte) es situación hecha aparecer como algo apenas hilarante, en que “se le fue la mano al Vicepresidente”, y no como lo que es: el teórico segundo al mando del Estado, eventual primero, acabó de cometer un delito y, además, un acto conculcatorio del derecho disciplinario aplicable, de cuyos efectos no ha sido excluido por haberse “disculpado”.

Que todo ello se haga así, que sea así, da para pensar que estamos peor de lo que hemos creído durante mucho tiempo de autoengaño. Pues lo mismo pasa con la prerrogativa de la “primera noche” que se efectúa hoy en día a la fuerza en tantos escenarios rurales (y, por lo visto, urbanos) de Colombia, cuando un viejo verde reclama un absurdo derecho de ser el iniciador en el cuerpo de una niña, como si el respeto se pudiera comprar con sexo. O aún con sexo virgen e ilícito, como en estos asquerosos casos.

Avergonzado, resultado de ser compatriota de unos sujetos que destruyen la dignidad humana de quienes ven fáciles de atacar, me propuse ordenar en mi mente algunos episodios que recuerdo (por haberlos presenciado, o porque me los contaron), y que tal vez condensan el espíritu maligno de, tanto la actualidad del derecho de pernada en Colombia, como de la posibilidad general de maltratar de que se sienten titulares algunos bobos bravos en contra de los que, por miedo u otra razón más o menos valedera, lo han permitido. A ver... El que les grita en la oficina a sus subalternos cuando no hay ninguna emergencia (o habiéndola); el que humilla al mesero que lo atiende debido a alguna nimiedad del momento; el que le recuerda al funcionario público de rango menor de dónde sale su salario: del bolsillo de quien vocifera entonces ser el pagador indirecto, cuando ese mismo no sabe lo que es un impuesto; la servidora pública de pueblo que se siente dueña de la Alcaldía y manda al demonio a los que se le acercan a preguntarle algo; la enfermera que regaña al paciente que ve pobre porque sabe que su queja no llegará a ningún lado; el policía que le pide papeles a uno sí y a otro no, todos sabemos por qué; el inquilino que increpa al portero de su edificio y lo reta a una pelea que en el fondo sabe que nunca se dará (para su fortuna)...

El temor reverencial es cosa del pasado, y allí debe quedarse: una sociedad igualitaria es una que, por definición, tiene que saber garantizar que todos sus integrantes sean respetados desde su diferencia. Y poco me importa si repito una idea manida: no ha dejado de ser verdad inmutable. Lo demás es barbarie..., que no, no es algo normal.