En la pura esencia del barrio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



En la memoria de Wílkar-José bullían las imágenes acumuladas durante sus períodos costeños, como él los llamaba. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, las noches de velorio en patios espaciosos o en las terrazas, en casa del respectivo difunto? Por esa época las agencias funerarias aún no habían conquistado la confianza de los deudos. Apenas se atrevían, como paso de gran avanzada, a vender ataúdes por el sistema de abono: el suscriptor tenía derecho a recibir cristiana sepultura con todos los gastos pagados por la empresa sin tener en cuenta la suma cancelada hasta el momento del deceso. Además, el contrato cobijaba a dos personas más, preferiblemente jóvenes y con salud envidiable. Wílkar-José nunca supo que en uno de esos documentos su nombre encabezaba la lista de posibles 'beneficiados'.

El muchacho recordaría siempre una costumbre que en la Costa le había llamado la atención. Los difuntos eran velados en la casa donde habían vivido, por lo cual después del sepelio quedaba la expectativa de nueve noches para disfrutar de los chistes subidos de tono, hasta cuando lo avanzado de la noche indicaba a los presentes que el día siguiente había cosas por hacer. No faltaba el velorio donde los familiares del difunto, preocupados por el jolgorio en el patio o la terraza, suplicaran con timidez bajar la voz para poder escuchar y responder el rezo. Por lo demás, pocas oportunidades encontraba Wílkar-José para divertirse tanto, sobre todo por las noches. Recordaba una ocasión en que su tío Faustino entró con él hasta el traspatio de una casa sin mirar siquiera el cadáver de un ex trabajador portuario que, en medio de la sala, se destacaba y parecía sentirse complacido ante la venia de sus amigos, quienes con expresión compungida querían demostrarle su aprecio más allá de la vida.

--Le decían El Mochale --ilustró Faustino a su sobrino sin detenerse a explicar el origen del sobrenombre, pues le parecía más que evidente. Más tarde Wílkar-José se enteraría de que a los empleados del puerto nunca se les llamaba por sus nombres, y de que este difunto, en medio de tantos apodos grotescos y vulgares, había salido bien librado con el remoquete que le asignaron.

Tío y sobrino se sentaron en una banca que un sindicato obrero había cedido en préstamo para la ocasión. Otras bancas iguales se fueron llenando poco a poco. Apareció entonces el 'contador de cuentos' y los presentes se dispusieron a oírlo. Pero Isaac esa noche no tenía ganas de hablar siquiera; su actitud, al parecer, era la del escucha que se apresta a incrementar su repertorio aprovechando el desgaste de los demás. Parecía una noche de frustración para Wílkar-José, hasta cuando apareció en la terraza "Chalo" y se apoderó de la clientela que en forma incondicional seguía a "Icha", como llamaban a Isaac. La aspiración de quienes asistían a los velorios era reunir a los dos contadores de cuentos en un mismo sitio para no perderse de una sola de sus ocurrencias. Después de medianoche Faustino propuso la partida a casa. Fue entonces cuando su sobrino Wílkar-José pudo leer en un cartel pegado en la pared, al lado de la puerta principal, un texto que lo impresionó: "El Mochale ha muerto". Seguían las invitaciones de una viuda y varios hijos; además, la dirección y la hora del sepelio, el día siguiente. En el trayecto hasta su casa, Faustino le mostró tres carteles más, con viudas e hijos diferentes pero sin la dirección de la casa del muerto.

--Esa es la costumbre aquí --contestó al muchacho antes de que éste le preguntara--. Más entre los pensionados del puerto --agregó en seguida.

Wílkar-José no quiso unirse al cortejo fúnebre la mañana siguiente, no tanto por el bullicio de la muchedumbre sino porque esa misma tarde debía regresar al lado de su familia materna, en la capital. Para él era un suplicio tener que callar todas sus experiencias de vacaciones; sin embargo sabía que así tenía que ser, puesto que su abuela, ¡sobre todo su abuela!, se las ingeniaba para convertir en material combustible cualquier suceso que ocurriese en la Costa y que tuviera que ver con la crianza de su nieto. "Mejor dejar las cosas quietas" --se dijo a sí mismo, aunque su mente amenazara con reventar por la acumulación de tantas anécdotas costeñas.