Literatura mexicana después de la Revolución

Columnas de Opinión
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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



No hay duda de que en México la Revolución de 1910 constituye un hito al cual hay que recurrir para comprender muchos de los cambios que ese país ha experimentado durante un siglo.
La cultura, y en general la vida mexicana, gira en forma diferente a partir del triunfo revolucionario logrado en 1916. Se señalan entre otros logros la reapertura de la Universidad Nacional, que había sido clausurada por el emperador Maximiliano. 1910 es el año de la Exposición de Arte en la cual se dieron a conocer Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, dos cimas monumentales de la pintura latinoamericana y mundial. Como si no estuviera completa la galería del período de la Revolución, aparece José Vasconcelos para guiar a una juventud ansiosa por encontrar un norte en medio de la incertidumbre.

La constancia de la raza mexicana no había podido acabar con el latifundismo, robustecido durante el reinado de Maximiliano. No bastó que Benito Juárez lo hiciera fusilar, décadas antes de la Revolución, ni que se instaurara una reforma agraria que solo condujo al traspaso de las tierras a manos de una clase privilegiada respaldada por Porfirio Díaz. Era la “aristocracia del Porfiriato”, que gobernó por medio del favoritismo y el monopolio, frutos de la corrupción.

En literatura, por ese tiempo, si es cierto que se derrumbaba el Modernismo introducido por Rubén Darío –quien había muerto en 1916– aparecían los Contemporáneos y los Estridentistas, quienes trataron de combatir por diversos medios los mensajes revolucionarios con el Vanguardismo y la experimentación formal. Pero en las décadas de los años 20 y 30 los llamados “Poetas de la soledad” –José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, entre otros– encarnaron el ideal revolucionario. En prosa “Los de abajo”, del modernista Mariano Azuela, dejaría como recuerdo las matanzas de la guerra. Mucho más tarde la narrativa de Juan Rulfo, sobre todo en “El llano en llamas”, mostraría una huella de la soledad que los conflictos de la Revolución produjeron en los desencantados habitantes de los desérticos campos mexicanos.

A mediados del siglo XX México todavía seguía siendo un país en busca de una definición. Ese es el tema predominante en los ensayos de Octavio Paz. Sin embargo, la literatura encuentra su cauce en autores jóvenes que indagan en el pasado de su nación pero escriben con la mira puesta en nuevas técnicas narrativas. Aparece entonces, a los 26 años de edad, Carlos Fuentes con “Los días enmascarados” (1954). Continuó con “La región más transparente” (1958). Fuentes se había sumergido en las corrientes de la novela experimental de Joyce y Faulkner, de donde obtuvo la técnica que le permitió representar los procesos mentales de sus personajes. Otra obra de Fuentes es “Las buenas conciencias” (1959) en la cual “cuenta la historia de una familia burguesa, conservadora y católica, en Guanajuato, desde la época de Porfirio Díaz, y la biografía del adolescente Jaime Ceballos, su amistad intelectual con el indio Juan Manuel, sus escrúpulos religiosos y su rebelión contra el fariseísmo”. En “La muerte de Artemio Cruz” (1962) el autor utiliza el fluir de la conciencia y juega con los pronombres personales para situarse alternativamente en el papel del moribundo Artemio, de su conciencia o del propio narrador. Carlos Fuentes escribió, además, “Zona sagrada”, “Cambio de piel”, “Gringo viejo”, “Terra nostra”, y en años recientes, “La silla del águila” (2003), “Cuerpos y ofrendas” (2004), “Todas las familias felices” (2006) y “Carolina Grau” (2010).No hay duda de que en México la Revolución de 1910 constituye un hito al cual hay que recurrir para comprender muchos de los cambios que ese país ha experimentado durante un siglo. La cultura, y en general la vida mexicana, gira en forma diferente a partir del triunfo revolucionario logrado en 1916. Se señalan entre otros logros la reapertura de la Universidad Nacional, que había sido clausurada por el emperador Maximiliano. 1910 es el año de la Exposición de Arte en la cual se dieron a conocer Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, dos cimas monumentales de la pintura latinoamericana y mundial. Como si no estuviera completa la galería del período de la Revolución, aparece José Vasconcelos para guiar a una juventud ansiosa por encontrar un norte en medio de la incertidumbre.

La constancia de la raza mexicana no había podido acabar con el latifundismo, robustecido durante el reinado de Maximiliano. No bastó que Benito Juárez lo hiciera fusilar, décadas antes de la Revolución, ni que se instaurara una reforma agraria que solo condujo al traspaso de las tierras a manos de una clase privilegiada respaldada por Porfirio Díaz. Era la “aristocracia del Porfiriato”, que gobernó por medio del favoritismo y el monopolio, frutos de la corrupción.

En literatura, por ese tiempo, si es cierto que se derrumbaba el Modernismo introducido por Rubén Darío –quien había muerto en 1916– aparecían los Contemporáneos y los Estridentistas, quienes trataron de combatir por diversos medios los mensajes revolucionarios con el Vanguardismo y la experimentación formal. Pero en las décadas de los años 20 y 30 los llamados “Poetas de la soledad” –José Gorostiza y Xavier Villaurrutia, entre otros– encarnaron el ideal revolucionario. En prosa “Los de abajo”, del modernista Mariano Azuela, dejaría como recuerdo las matanzas de la guerra. Mucho más tarde la narrativa de Juan Rulfo, sobre todo en “El llano en llamas”, mostraría una huella de la soledad que los conflictos de la Revolución produjeron en los desencantados habitantes de los desérticos campos mexicanos.

A mediados del siglo XX México todavía seguía siendo un país en busca de una definición. Ese es el tema predominante en los ensayos de Octavio Paz. Sin embargo, la literatura encuentra su cauce en autores jóvenes que indagan en el pasado de su nación pero escriben con la mira puesta en nuevas técnicas narrativas. Aparece entonces, a los 26 años de edad, Carlos Fuentes con “Los días enmascarados” (1954). Continuó con “La región más transparente” (1958). Fuentes se había sumergido en las corrientes de la novela experimental de Joyce y Faulkner, de donde obtuvo la técnica que le permitió representar los procesos mentales de sus personajes. Otra obra de Fuentes es “Las buenas conciencias” (1959) en la cual “cuenta la historia de una familia burguesa, conservadora y católica, en Guanajuato, desde la época de Porfirio Díaz, y la biografía del adolescente Jaime Ceballos, su amistad intelectual con el indio Juan Manuel, sus escrúpulos religiosos y su rebelión contra el fariseísmo”. En “La muerte de Artemio Cruz” (1962) el autor utiliza el fluir de la conciencia y juega con los pronombres personales para situarse alternativamente en el papel del moribundo Artemio, de su conciencia o del propio narrador. Carlos Fuentes escribió, además, “Zona sagrada”, “Cambio de piel”, “Gringo viejo”, “Terra nostra”, y en años recientes, “La silla del águila” (2003), “Cuerpos y ofrendas” (2004), “Todas las familias felices” (2006) y “Carolina Grau” (2010).