Premio Nobel de autonomía

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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



No es fácil salirse de cánones y convenciones resumidos en la simbología de tradiciones y ejercicios de poder. De vez en cuando aparece un fuera de serie que logra vivir conforme a sus propios estándares.
Si trata con profundidad y algo de sentido poético una u otra faceta de la existencia humana, sin depredar las ilusiones de los demás, y si logra decir lo que piensa con música, tanto mejor. Mientras sea consecuente con sus propias reglas, merece el respeto que inspiran quienes logran ser más o menos lo que quisieran, en lugar de satisfacer lo que otros quieren que sean.

Bob Dylan merecería un “Premio Nobel de autonomía” tanto como el de literatura. Su trabajo creativo de toda la vida le ha consagrado como un artista mayor, en la medida que encarna reflexiones que han servido a muchas causas, desde las propias de la existencia de los individuos hasta las que afectan o impulsan el flujo de la sociedad, de la religión y de las organizaciones políticas. Su marca ha sido la de la independencia, de acuerdo con sus propias reglas, en ejercicio de una producción sin pausa que le ha permitido renovarse, para sorpresa de quienes han conocido una u otra de las múltiples versiones de su vida, a lo largo de más de medio siglo de protagonismo, siempre original.

Es claro que un artista libertario y realizado nunca trató de promover su propia nominación al premio Nobel de Literatura, que le otorgaron hace una semana. Sabe demasiado bien que, en su caso, la fama es como la sombra y que un gran felino no muestra por lo general deseos de convertirse en gatito de salón. Y eso debe ser así, porque ya tiene el premio largo de quienes lo escuchan y encuentran en su obra un fondo de poesía envuelto en música, que fue precisamente aquello que la Academia Sueca quiso premiar cuando consideró que lo debía galardonar “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”.

Sería inocuo preguntarles a los seguidores de Dylan si aquello que los seduce es una intención poética o un sentimiento musical. Lo cierto es que, aunque él mismo no se haya detenido a concebir por separado las dos cosas, su obra ha oscilado entre la de los trovadores y la de algunos poetas antiguos que cantaban sus versos para imprimirles dramatismo y fuerza de comunicación. En todo caso es muy posible que le recuerden más por sus letras que por su música y mucho menos por su voz, que frente a los textos de sus canciones podría ser su debilidad. Solo que tiene el mérito adicional, y poco frecuente, de haber construido puentes entre los tres factores de su mensaje.

El dictamen de la Academia no es más que una instancia, respetable, que adjudica un premio apetecido por muchos, pero no tiene la atribución suprema de imponer, con carácter universal, lo que es y lo que no es creación literaria. De ahí que todo el mundo sigue en libertad para manifestarse en favor o en contra de la decisión de cada año. Como ha sucedido con mayor razón en esta oportunidad, pues para muchos la decisión de la Academia, inesperada, reconoció como obra literaria la letra de centenares de canciones y con ello se salió de los cánones de definiciones tradicionales y abrió el camino a nuevas herejías. Posibilidad abierta en ese amplio mundo en el que los escritos corren ahora, por las redes de comunicaciones del siglo XXI, como un torrente y en el que se borran fronteras entre las artes para enriquecerlas y hacerlas más complejas y ricas de degustar.

Nada de raro tendría que el propio galardonado esté alineado con los que están convencidos de que no merecía el premio. Pero tal vez resulte mejor pensar que un campeón de la independencia como valor supremo no puede hacer otra cosa que ignorar la distinción para seguir su camino. Ejemplo necesario en un mundo movido por los cálculos y los intereses que en muchos casos llevan a hacer todo lo que sea necesario por obtener un reconocimiento formal.

Bob Dylan no ha respondido las llamadas de Sara Danius, la secretaria Permanente de la Academia Sueca, quien no ha vacilado en calificarlo como un gran poeta. Lo más posible es que continúe en su silencio sobre el premio y siga cantando como si nada, estrenando en cada oportunidad nuevas muestras de su creatividad, como acostumbra a hacerlo. Pero no sería raro que, para no desairar desmedidamente a la Academia que lo aclamó, vaya en diciembre a la ceremonia por la medalla y en lugar de discurso cante una canción inédita, cargada de magnífica sencillez, escrita para la ocasión a lo largo de estos días de sorpresa y polémica por una condición de literato que jamás reclamó. Sería un ejercicio ejemplar de reinvención y de libertad.


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