Honor a nuestro profeta

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Cada nación tiene su retablo con imágenes de los mejores intérpretes de su destino. Los poetas, en el sentido helénico, ocupan los mejores lugares en la memoria colectiva porque terminan por marcar el ritmo del alma de los pueblos, mucho más que los políticos y que los pontífices profesionales del análisis social.


Gabriel García Márquez solía decir que apenas contaba lo que había podido ver, y que no era necesario exagerar para producir el asombro que suscita cualquier aproximación a la realidad del mundo que le tocó vivir, particularmente en su infancia, en una aldea lejos del mar, bajo el magnetismo del Caribe colombiano. Así, los incrédulos de todas partes se vinieron a enterar, a través de su obra, de la mejor síntesis posible de la realidad inconmensurable de América Latina, y en particular de las complejidades y contradicciones de la vida colombiana. Nadie pudo presentar de manera tan clara lo que somos, fortalecer nuestros sueños y animar el entusiasmo por lo que podemos llegar a ser.

Su discurso de Estocolmo, al recibir el Premio Nobel de Literatura, corrió el velo de nuestra soledad y, además de referir hechos reales que parecerían inverosímiles, aclaró que “la independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia”, e hizo las cuentas de la ausencia de sosiego causada por las luchas desiguales, la muerte de los niños, la desaparición de seres humanos, el maltrato a las mujeres, el destierro, las guerra civiles y las estampidas de refugiados, además de subrayar “la insuficiencia de recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. También proclamó que no tiene nada de quimérico que nuestros “designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental”.

Después de esa alocución iluminada, la vida colombiana, distante en gran medida de la comedia protagonizada por unos partidos políticos que hacen lo que pueden dentro de la precariedad de nuestra democracia, y escéptica frente a la acción nada excepcional de un liderazgo casi siempre desorientado frente a las enormes proporciones de nuestros problemas, siguió su curso, dramático, en una órbita de violencia, pasión y fantasía, difíciles de encontrar en otra parte.

Con motivo de la firma del acuerdo que busca la consolidación de una paz estable y duradera, fruto de un trabajo enorme de búsqueda de posiciones comunes frente a problemas específicos que en su momento llevaron al extremo de un conflicto armado, tanto el Presidente de Colombia como el líder de la guerrilla que ha resuelto incorporarse a la competencia política dentro de las instituciones para tramitar sus propuestas, invocaron justamente varias de las frases de García Márquez en Estocolmo. Así comprobaron que, a la hora de las grandes definiciones, los protagonistas de visiones diferentes al interior de la vida de una nación vuelven a mirar en la misma dirección y buscan argumentos en la fuente común de lo que hayan prescrito en su momento los poetas.

El comité noruego que adjudica el Premio Nobel de la Paz consideró que no era necesario esperar a la consolidación del proceso colombiano, que tomará varios años, para premiar los esfuerzos del presidente Santos, que no han sido pocos, en la búsqueda de la paz, y reconocer su insistencia, admirable, en el propósito de encontrar la más difícil de las reconciliaciones, que es la que se busca frente a los enemigos más duros, la que más oponentes suele encontrar en el campo propio, y de la cual depende que la nación tome uno u otro rumbo. Sin perjuicio de que, al anunciar el otorgamiento del premio la Presidenta del Comité se haya referido en dos ocasiones a una “guerra civil”, calificación que entre nosotros ha sido siempre motivo de controversia, tanto ella como el galardonado coincidieron en que se trata de un reconocimiento a toda Colombia y principalmente a las víctimas del conflicto y a quienes trabajaron arduamente por llegar a un acuerdo que pueda ser la base para su efectiva terminación.

La nación colombiana merece ahora el premio mayor, que no es otro que el de una vida en paz. Para ello es necesario no solamente insistir en el reclamo de unas negociaciones serias y sin dilaciones entre quienes votaron de manera diferente en el plebiscito de hace una semana, sin excluir matices que deben ser tenidos en cuenta, para conseguir una visión lo más armónica que sea posible, sin cálculos ni pretensiones ocultas, y discutirla luego con una contraparte que ha mostrado hasta ahora coherencia y buena voluntad.

Las grandes tareas son las que están esperando hace décadas por acciones que requieren de una presencia ciudadana ampliada, impulsada por el ánimo de configurar una institucionalidad confiable, que no deje inermes a unos ciudadanos frente al poder económico de otros, donde nadie pueda estar por encima de la ley, que permita y propicie un mejor reparto del bienestar, que no ponga el éxito económico por encima del fortalecimiento de los factores de equilibrio social en un ambiente democrático, que en lugar de buscar a toda costa la unanimidad reconozca la validez de propuestas alternativas que se puedan convertir en opciones políticas viables.

Hay que tener la mirada puesta en esos, y muchos otros elementos de ese mejor destino, más que en los vericuetos procedimentales de una micro gerencia del presente, para hacer honor a nuestro profeta, que en algún aparte de su proclama en defensa del futuro de América Latina reclamó “una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad...”