La ausencia del omnipresente

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Eduardo Barajas Sandoval

Eduardo Barajas Sandoval

Columna: Opinión

e-mail: eduardo.barajas@urosario.edu.co



Hay políticos capaces de dar la impresión de que estarán para siempre en el escenario, en ejercicio de un rol protagónico. No faltan en una u otra nación quienes, con virtudes y defectos, se llegan a convertir por largos años en referente y medida del tono de la vida pública. En muchas ocasiones, y ante varias generaciones, dan la sensación de que jamás van a abandonar el estrado. Hasta que un día se van y, al mirar su trayectoria, entonces sí viene el juicio objetivo sobre su actuación de toda una vida.


Shimon Peres se fue a la tumba con su Premio Nobel, pero no alcanzó a ver solucionado el problema que trató de arreglar para que le dieran el galardón supremo. Eso no le quita méritos, pero sí demuestra las complejidades de problemas que no pueden ser arreglados súbitamente, máxime cuando se trata de aclimatar la paz entre oponentes radicales, que es justamente respecto de quienes hay que buscarla con más ahínco y la que requiere de un tiempo de maduración y de consolidación que va mucho más allá de la firma de acuerdos.

De familia de la diáspora, asentada en el norte del mundo eslavo hasta poco antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando emigró hacia Palestina, tuvo el entonces Szymon Perski la ocasión privilegiada de iniciarse en la actividad política al lado de David Ben Gurión, el Fundador del Estado de Israel. Esto quiere decir no solamente que escapó de la muerte que le habría llegado a temprana edad, cuando sus parientes terminaron incinerados en una sinagoga quemada por los nazis en su pueblo natal, Wiszniew, entonces parte de Polonia, sino que pudo conocer de primera mano los fundamentos de ese Estado que se tuvo que abrir paso, y luego sobrevivir, en medio de las mayores dificultades.

El señor Peres, como pasó a llamarse desde las primeras etapas de su carrera política, no fue inicialmente uno de los campeones de la paz. Más bien pudo ser un ejemplo de metamorfosis de halcón que se fue convirtiendo en paloma, pues sus primeras misiones tuvieron que ver con el fortalecimiento de la defensa del naciente Estado. Y fue tal vez su conocimiento de los peligros de la guerra lo que le llevó a comprender la importancia de construir caminos de entendimiento con los árabes, y en particular con los palestinos, cuyo derecho a formar su propio Estado, en condiciones de una paz justa y duradera, defendió contra muchos obstáculos, al punto de impulsar el Acuerdo de Oslo, orientado a conseguir ese objetivo, que le mereció en 1994 el Premio Nobel de la Paz.

La actividad política de Shimon Peres cambió de rumbo en no pocas ocasiones. Para algunos obraba como el navegante que sabe cambiar de ritmo y girar el timón a tiempo para llegar a buen puerto. Para otros sufría del síndrome de quienes creen encarnar la condición de intérpretes máximos, cuando no únicos, de la carta de navegación de su país, de manera que se creen indispensables y tienen que estar a toda costa en el gobierno, para que la nave no quede, sin ellos, a la deriva, aunque cambien de opinión y sean en un momento campeones de una causa y más tarde de otra, muy diferente.

Tal vez por eso nunca fue fácil comprenderlo, y no llegó a tener tras de sí, como se pudiera pensar desde el exterior, la aprobación suprema e incondicional de su pueblo. Por el contrario, jamás obtuvo una victoria apabullante al interior de la compleja competencia política israelí. De cinco elecciones generales en las que se presentó como líder laborista, entre 1977 y 1996, solo en la de 1984 llegó al poder, pero compartido con su oponente Yitzhak Shamir. En suma, desde la década del cuarenta hasta su retiro en 2014, además de sus servicios en el sector de la defensa, fue casi todo el tiempo miembro del parlamento, la Knesset, dos veces primer ministro y dos encargado de la jefatura del gobierno, dirigió la diplomacia israelí y solamente estuvo tres meses por fuera del ejercicio de funciones públicas.

Justamente a punta de estar presente por largos años en la vida pública, y de dar la sensación de que siempre estaría ahí, Shimon Peres se fue convirtiendo, poco a poco, en uno de los faros que toda nación necesita, referente y guía, símbolo ante el mundo, no exento de yerros propios de la condición humana, pero sabio en sus consejos y prudente en su forma de actuar. Por todo eso, y para envidia de los que mueren en el olvido, o padecen de odio y frustración incurables, sus compatriotas lo pusieron, en la cumbre de sus años, en la presidencia del Estado que vio fundar; para retirarse casi nonagenario, después de haber demostrado que hay políticos que hacen lo que pueden, de la mejor buena fe, y al cabo de los años merecen el reconocimiento por un pasado que les reviste de autoridad.

Al apreciar su vida, con ocasión del espectáculo de su funeral, queda claro una vez más que los líderes políticos no son más que portadores de antorchas, que tienen limitados su tiempo y su distancia, que por haber sido protagónicos dejan un vacío ostensible cuando se hace evidente que no estarían presentes para siempre, y también que cuando se vuelve a mirar hacia el lugar que llegaron a ocupar es inevitable pensar en lo que dejaron de hacer. En este caso el cumplimiento cabal del pacto que le mereció el Nobel, que a estas horas debería estar reflejado no solo en la coexistencia, sino en la cooperación armoniosa y amigable del Estado de Israel con un Estado Palestino floreciente y en paz.


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