La constitucionalidad de Dios

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El pasado 4 de julio, día de la conmemoración de los veinticinco años de la Constitución Política, el Presidente de la República decretó que tal fecha sería en adelante considerada de celebración de la libertad religiosa, muy en concordancia con lo dispuesto en el Artículo 19 de la Carta, en el que, básicamente, se dicen tres cosas:
la libertad de cultos está garantizada; todo el mundo tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla individual o colectivamente; y, tal vez lo más importante, por la especificidad de su contenido material (más que integrador, totalizante): todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley. O lo que es igual: toda creencia explicativa de la vida y de la muerte, etérea o institucionalizada, goza de libertad para ser y desarrollarse ante los ojos del Estado y de la sociedad (si aceptamos que la ley representa el orden coordinado de estos dos estamentos).

El artículo 19 superior es la concreción de uno de los derechos fundamentales discutidos en 1991, es decir, uno de los derechos que desde hace un cuarto de siglo se intenta proteger por la vía de la tutela en Colombia. Es, en otras palabras, uno de los derechos humanos que -bajo esa particular concepción, aunque no siempre con unidad de criterio- hará un parcito de siglos largos que los hombres luchan por reconocerse a sí mismos. Ahora bien, frente a la comentada tercera parte del artículo citado, ¿qué tan real es esto en la cotidianidad? Lo pregunto porque fue noticia hace unas semanas que en Quindío los buenos vecinos de una iglesia enorgullecida de ser lugar de adoración del Diablo estaban a punto de mostrarle al sacerdote de la confesión demoníaca cómo es que en la católica Colombia se resuelven estos pequeños inconvenientes bíblicos: a piedra limpia: lapidación que purifica, crucifixión de nuevos nazarenos, reyes de judíos.

Pues el Patas, el Putas, Mandinga, el Enemigo, el Negro, Satanás (o don Sata, como le dice en confianza Condorito), Mefistófeles, Luzbel, etc., parece que no tiene reconocido el derecho constitucional en Colombia a tener prosélitos. Muy a pesar de que la letra del artículo 19 diga lo contrario. En realidad, existe una muy publicitada pero no resuelta contradicción entre la norma aparentemente liberal y el Preámbulo de la Constitución: ¿cómo conciliar la libertad de profesión, difusión o constitución de cultos, confesiones, religiones o iglesias, con la invocación de la protección de Dios que se hace en el Preámbulo? Esto, necesariamente, lleva a la pregunta del valor jurídico del Preámbulo, cuestión ya fallada a su favor por la Corte Constitucional en 2005.

Así, si se llegare a aceptar que entre el Preámbulo y el artículo 19 existe una suerte de antinomia constitucional, podrían darse tres debates para resolverla. Uno, discutir otra vez sobre el alcance de la fuerza vinculante del Preámbulo. Dos, disertar acerca de las diferentes concepciones que la palabra dios, con mayúscula inicial, suponen. Y tres, aclarar si es verdad que los creyentes en Dios que decretaron, sancionaron y promulgaron la Constitución escribieron la frase de la invocación con plena conciencia de que ello significaba que incluso los que no creían en Él tendrían cabida en la nueva República. Esta tercera disyuntiva, la más interesante para pensar, me parece, sin embargo, absuelta de antemano: el Dios de que hablan en el Preámbulo es el de la Colombia de 1886, que, como sabemos, no admite competencias. A pesar de todo: qué lejos estamos del país de 1991.