La autonomía universitaria

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Esta semana tuve la oportunidad de intervenir en un Foro Nacional sobre la Autonomía universitaria auspiciado por la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (UNAD), ocasión esta que encontré propicia para hacer algunas disquisiciones al respecto que quiero compartirles.

En Colombia se ha avanzado muchísimo en materia educativa, particularmente en lo concerniente a la educación superior, pero esta aún dista mucho de la excelencia. Tanto en cobertura como en calidad todavía acusa grandes falencias, pese a la proliferación de universidades, tanto públicas como privadas, muchas de estas de garaje, valga decirlo y a las exigencias cada día mayores para la acreditación de sus programas y el Registro Calificado.

El alto porcentaje de deserción estudiantil a este nivel (46.1 %) lo acentúa, con el agravante de su carácter discriminatorio, dado que en la educación universitaria también se cumple esa odiosa realidad incontrastable que impera en nuestro país, en donde tenemos educación para ricos y educación para pobres, siendo este uno de los factores que más contribuye a la desigualdad de trayectorias entre los colombianos, que termina reflejándose en las enormes brechas entre los distintos estratos de la población.

En este contexto, en la escala de principios y valores de la universidad la autonomía está llamada a jugar un rol de la mayor importancia. Este principio aunque ha evolucionado con el paso del tiempo se mantiene incólume como la piedra miliar sobre la que descansa la universidad, siendo de su quintaesencia; la universidad es autónoma o deja de ser universidad. La pérdida de la autonomía por parte de la universidad es el umbral del confesionalismo, del dogmatismo y del fundamentalismo, que repugnan al espíritu universitario.

Ahora bien, la autonomía no es un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar los fines más nobles de la universidad, cuales son la generación y transmisión de conocimientos científicos, para lo cual es fundamental la libertad de cátedra y de investigación, exentas como deben estarlo de presiones o condicionamientos ideológicos o políticos.

En 15 de junio de 2018 se cumplirá el centenario de la gran reforma universitaria que se incubó con el Movimiento estudiantil de la Universidad de Córdoba (Argentina) que tuvo como objetivo primordial la autonomía universitaria. Desde entonces se desató en América Latina todo un levantamiento con esta misma reivindicación, el cual tuvo su máxima expresión en la Gesta del Movimiento estudiantil de 1971 en Colombia, el cual enarboló el Programa mínimo de los estudiantes colombianos, siendo el principio de la Autonomía universitaria su centro de gravedad.

Su momento cenital fue aquel en el que se conquistó el cogobierno en los claustros universitarios oficiales, dejando en manos de los estamentos universitarios, exclusivamente, el manejo de la Universidad, así en lo administrativo como en lo académico.

Pero tuvimos que esperar hasta la Constituyente de 1991 para que la autonomía universitaria dejara de ser para muchos una entelequia y se elevara a rango constitucional, a través del Artículo 69 de la Carta.

Ahora, cuando estamos ad portas de la firma del Acuerdo de La Habana, que le pondrá término al sexagenario conflicto armado que ha padecido Colombia y se abre la perspectiva del postconflicto, el campus universitario está llamado a convertirse en el escenario por excelencia que sirva de torrentera para encausar el gran diálogo social para forjar una paz segura, estable, duradera y con arraigo en las regiones. ¡Y la autonomía contribuye a hacer de las universidades santuarios de paz!


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