El ‘Chino’ y la ‘China’

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El expresidente peruano Alberto Fujimori Fujimori, que desde 2009 purga una condena de veinticinco años por distintos crímenes de Estado (de cuando él era jefe de Estado), debe de andar a estas horas recriminándole muy quedo a su hija, Keiko Sofía, la falta de carácter que le ha de haber causado a ella la pérdida de la presidencia de la república de los incas por segunda vez consecutiva. Todo parece indicar, cuando escribo esto, que el Gringo Kuczynski se hizo con la victoria. No habría podido, don Pedro Pablo, sin embargo, superar al verdadero titular del fujimorismo, es decir, al propio Fujimori. El fujimorismo, que, así como el uribismo, está vivo, solo sería capaz de ganar elecciones presidenciales si fuera el propio caudillo el que pusiera su nombre a consideración de los votantes. Por eso mismo Uribe se expuso a ser senador; si no se hubiera lanzado en 2014, su lista se habría quedado en la oscuridad que en verdad se merece.


Fujimori surgió de la nada en 1990. Era un hombre al que, para muchos, más le debería haber valido andar pensando en la pensión, pues ya tenía casi cincuenta y dos años; en cambio, con un derroche de vitalidad envidiable, se la pasaba subido a un tractor recorriendo los “pueblo jóvenes” (área metropolitana) de Lima. Aprovechando sus rasgos físicos, y dicen que hasta su acento de español impuro, iba y se mezclaba con ellos, los otros, los desastrados de la capital peruana, que, como en cualquier parte de Latinoamérica, hace rato que no tienen nada que perder, y sí mucho que molestar. Fujimori se ponía un chullo sobre su cabeza (prenda típica indígena que en Perú aún tiene vigencia cotidiana) y le hablaba de tú a la gente mientras conducía su tractor, con el que remolcaba una pancarta con eslogan electoral; alzaba niños, besaba mujeres, tocaba las manos de los hombres que querían saludarlo... Fujimori era una fiesta popular: Fujimori era el pueblo... Y el pueblo lo premió, lo bendijo con carisma, el mismo que nunca antes había tenido.

Heredero de la seriedad, casi solemnidad, de una de las muchas familias japonesas de clase media de Lima, el nisei destacó por su gran inteligencia cuando niño, así como por apoyar a sus padres en labores de subsistencia. Sobrio, silencioso, cerebral, Alberto después se fue a Francia y a los Estados Unidos, con sendas becas académicas. Se hizo ingeniero agrónomo, y ya en el Perú, profesor universitario; después, rector de una universidad menor, una de carreras agrarias. Allí tenía un programa de televisión: tal vez entonces, ante las cámaras, empezó a darse cuenta de que podía persuadir, convencer, influir en los demás. Nunca es tarde, después de todo. Así le ganó la elección a un aburguesado Vargas Llosa. De manera increíble, a golpes de audacia, lo venció.

Recuerdo una escena, después de la primera vuelta, cuando el escritor daba una rueda de prensa para explicar por qué no había ganado de una vez, y de pronto se aparece el samurái, sin perder su calmada sonrisa, para refutar a su contrario. Lo hizo con sangre fría, llamando cuidadosamente “doctor” a Vargas Llosa..., con firmeza. Destrozó la confianza del escribidor, que sudaba, que no estaba en París o Londres, a sus anchas. La vivacidad, la templanza, la calle del’Chino’ no la tiene, en cambio, la ‘China’, su hija, que apenas sirve para hablar, y habla mucho. Pero estas cosas se ganan con hechos, no con palabras. Por eso Kuczynski habrá ganado: Keiko lo descalificó, por sus setenta y siete años, una y otra vez; y el viejo oligarca, que tiene la misma edad de Fujimori, quizás ha querido recordarle con votos a la damita la lección de humildad que su padre dio a los que lo creyeron un loco marginal en su momento. Una variante de la justicia poética, dirán algunos.