Ser víctima y querer ser víctima: diferencias

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El sábado pasado se conmemoró el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas. Se “celebra” desde 2012, por mandato legal, todos los 9 de abril.

He escrito se “celebra”, repitiendo la palabra usada por brillante redactor de la ley (uno de esos genios de las “unidades de trabajo legislativo”), quien, al parecer, no tenía un diccionario a la mano, o un computador con Internet, o alguien que le dijera que la palabra celebración, en cualquier contexto, tiene una connotación necesariamente festiva aunque también posea un cierto aire alusivo a la formalización de algo. Pues resulta que ese sinsentido me ha producido algo más que ínfulas de buen escribidor: me puse a descomponer una secuencia más bien cotidiana: como se habla se piensa, como se piensa se actúa, y como se actúa habitualmente se vive.

Lamentablemente, a una víctima real se la puede reconocer si se repara en sus ojos, su voz, su forma de hablar, de caminar, o en cualquier otro elemento que demuestre que le fue arrebatado algo: tiempo, vida, alegrías…, personas, bienes, lugares… Es un ser humano incompleto, que, desde su carencia esencial, se aferra a lo que le queda. Se le nota el estrés, el cansancio y la amargura. Se le nota el miedo. Una víctima es una persona a medio acabar, pero que no ha renunciado totalmente a todo; y tal vez ahí está su drama, justamente: en su lucha por sobrevivir, cuando una parte de ella quizás ya no lo quiere. Por eso una víctima es digna, no de lástima, sino de consideración: por eso tiene su día, no para celebrarlo, sino para recordar su tragedia, repararla, y que hagamos lo humanamente posible para que no le pase de nuevo. Esa es una obligación de los colombianos.

En la otra orilla, camuflados desde la desgracia ajena, sibilantes sierpes, están las fingidas víctimas eternas (del conflicto armado, de la delincuencia común, del gobierno, del tráfico, de sus parejas, de sus padres o sus hijos, de la televisión, de la sociedad, de la vida en general). Son las personas que no se han hecho cargo de su existencia en este mundo, y que, en ese sentido, necesitan de un extraño reconocimiento externo para sentirse mejor. En Colombia abundan quienes se relamen en su condición de víctimas, precisamente porque no lo son. Se trata de individuos que, más allá de su clase social, no pueden ver la vida de forma distinta, pues, por lo demás, han descubierto que aparentar una victimización conveniente es algo así como un negocio del que no poco se puede medrar.

La mayor diferencia entre ser víctima y querer serlo es, entonces, la impresionante resignación del primer tipo de gente: es algo así como estar entregado a los vaivenes de un mar embravecido, y conformarse con apenas seguir vivo. Es una paradójica concreción de aquella idea que los romanticones predican por ahí: “Estar agradecido con cada minuto de la existencia”, etc. Los otros no son sino unos vivos que no necesariamente buscan un subsidio del Estado: son los que buscan un subsidio, sí, pero de los demás en general. A estos también habría que asignarles su día.