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Tinto con coca-cola

Columnas de Opinión
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Caía ya la tarde. El frío atesaba y quemaba con fuerza el pabellón de las orejas, y la nariz se humedecía hasta gotear. Como cumpliendo un ritual, atravesamos por el atrio de la iglesia y llegamos al Cream Santa Teresita.

Esa tarde agregó un elemento a los del habitual consumo de café. José Luis pidió una coca-cola, porque había escuchado que Cortázar tomaba por las tardes, en los días de mucho frío, tinco con coca-cola. Que sean dos, por favor. Y de verdad que la combinación, además de agradable, tiene un no sé qué de misticismo que se percibía en la charla.

Al poco tiempo llegaron los demás. Los cinco, todos, probamos la nueva mezcla, entonada con el humeante olor de cigarrillos Pielroja. Corría entonces el año de 1968 y nadie molestaba porque el de al lado estuviese fumando. Además de la densidad climática del ambiente, el humo acumulado de los cigarrillos daba a esos lugares un aspecto lúgubre y bohemio.

Era el comienzo de mi periplo universitario en Bogotá. Compartía habitación con Oscar y Ricardo Alarcón Núñez, en la calle 45ª con carrera 19, en casa de Margoth Valdeblánquez de Diazgranados, madre de José Luís. En la casa de al lado vivían Aurora y Mercedes, hijas también del coronel José María Valdeblánquez. Altagracia, otra hermana, vivía aparte con su hijo Pepe Stévenson.

En el segundo piso, al final de un pasillo con un largo barandal, estaba la habitación de Manuelito. En su interior se respiraba aroma a física cuántica y a números volátiles enredados con ecuaciones y radicales. Manuelito, hermano mayor de José Luis y en esa época novio de María Angélica.

En esa barandilla, con la cabeza recostada a la pared de la alcoba de Manuelito, me posó Felipe, el hermano menor, para que le tomara una fotografía. Fue un primer plano de rostro de perfil, con iluminación lateral trasera, que produjo un estupendo claroscuro. Al momento de obturar una mosca se le posó sobre la punta de la nariz. Se comentó el hecho y se exhibió la fotografía con mucho entusiasmo por el simpático detalle de la inoportuna mosca, pero ahora caigo en la cuenta de que esa era una mosca premonitoria. Felipe murió demasiado joven.

Diagonal a la habitación que compartía con los hermanos Alarcón Núñez, y frente al comienzo del barandal, estaba la de José Luis. Ese cuarto olía a tinto recalentado, a cigarrillo Pielroja refumado y a colillas destripadas en el cenicero, lleno de libros y papeles algarete. Allí trabajaba José Luis durante toda la noche chuzando una máquina de escribir de no sé que marca. Como uno de los personajes del Siglo de las luces, de Alejo Carpentier, trabajaba de noche y dormía luego hasta mediodía.

De ese laberinto habitacional en el que José Luís se enfrentaba con todas las musas, y espantaba los fantasmas con el golpeteo de las teclas brotó, precisamente ese mismo año de 1968, ese profundo poema que tituló Laberinto, del cual recibí copia calientita de manos del poeta.

Algunas tardes de sol y cambiábamos la rutina, no íbamos al Cream de Santa Teresita, sino que de a pie o en buseta ejecutiva llegábamos hasta el Chicó a la librería La Lechuza, allí compartíamos un tinto con Luís Fayad, que para esa época publicaba su primer libro "Los sonidos del fuego", con fotografía del autor tomada por mí.

Regresé a Santa Marta y desde entonces a José Luis le fue creciendo la barba y con el tiempo le aparecieron mechones de pelos blancos, igual que a mí, y con excepción de dos encuentros ocasionales y de afán no hemos vuelto a compartir un tinto con coca-cola.