Trump, dos y medio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La palabra inglesa Trump puede significar, dependiendo del contexto en que se use, o bien triunfo, o bien flatulencia (en jerga británica). Los yanquis están por establecer el significado definitivo de ese vocablo a partir de la valoración en el concurso de popularidad actual que finalmente hagan del bueno de Donald.

Hasta ahí, todo claro: o el tipo gana y nos muestra la verdadera cara de su país, sin más vueltas de tuerca y de retórica barata (“protección del mundo”); o pierde, y queda hasta el último de sus días como ejemplo de que la política en verdad halla su límite en las urnas. Ahora bien, lo que yo no comprendo son las perplejidades que denota cuanto columnista del país del Norte, o de Colombia, hay: ¿que por qué Trump está ganando elecciones estatales de su partido, y no hay quien lo pare? Esas son preguntas muy sosas. Hace unos meses escribí aquí mismo el prenuncio de esto que está pasando, y di mis argumentos. Y no soy adivino, aunque haya quien diga lo contrario.
En su momento centré mi tesis en dos premisas que ahora veo repetidas por ahí, como frutos de sesudos análisis; en primer lugar, Trump es el gringo promedio (¿quién no sabe esto?): un personaje medio bestia -y orgulloso de serlo-, con buenos ingresos, prejuicioso, ridículamente convencido de que vive en el paraíso, y de que su gobierno federal es Dios (ah, y de que los que no somos gringos somos unos losers). La segunda idea que desarrollé es la de que, lógicamente, este hombre representa el hastío de tantos millones de personas a las que la academia, los medios y el ambiente en general les han impuesto la idea de que tienen que ser unos nuevos liberales, so pena de condena al ostracismo moral y a la soledad sobreviniente. Así, de pronto, desde hace un rato, está allí prohibidísimo creerse más que los homosexuales, negros, mujeres, latinos, pobres…
Está prohibido en los Estados Unidos siquiera pensar que el catolicismo es una religión de fracasados, como durante mucho tiempo se consideró en silencio. Está prohibido hablar clarito acerca de la supuesta falta de hombría de los que se niegan a prestar el servicio militar en nombre del imperialismo de la patria; está prohibido apenas sugerir que los consumidores de drogas son personas de carácter débil, como los más conservadores -los más coherentes de ellos- lo decían sin ambages hace unos treinta años (a propósito de ello, acaba de morir Nancy Reagan, la del “Just Say No”, cuando su marido era el “revolucionario conservador” presidente). Está muy prohibido en el país de Obama no nominar a los Oscars al suficiente número de actores negros (aunque sigue estando permitido, en la práctica, que los policías blancos disparen y después pregunten, en cada batida contra los afro-adolescentes).

¿Había que ser un experto en política norteamericana para vaticinar el ascenso de Trump? Para nada. El otro día una señora gringa se molestó mucho cuando le dije que yo quería que ganara el chistoso Donald (que es lo que también dije en mi columna). Ante la pregunta de por qué, repetí mi razón, algo cínica, pero siempre realista: si gana Trump nos quitaremos las máscaras, y así sabremos de una vez por todas qué es lo que hace Estados Unidos en el mundo, de frente (Trump es “frentero”, como los uribistas, ¿no?); y así, el planeta (sus gentes, no sus gobiernos), tal vez podrá al fin reaccionar ante la mentira metódica. Que gane Trump sus primarias, que gane las generales, y que haga lo que tiene que hacer para evidenciar a su país. El país de Trump se merece a Trump.