¿Se puede enseñar la paz?

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Recuerdo que uno de los grandes debates alrededor de la finalidad de la pena, hablando de derecho criminal, es aquel que se concentra en el hecho de la resocialización del individuo.

 Los opositores de esta teoría, liberales genéricos -desde luego-, suelen argumentar que ninguna sociedad puede ser tan buena como para permitirle aprovecharse de la situación de "indefensión" del condenado y así dejar que le imponga a este una serie de valores "resocializadores" que ni siquiera los miembros más reputados de la tal sociedad suelen cumplir.

A partir de allí, se afirma que, de ser así, estaríamos frente a una especie de dictadura del derecho penal, basada en su función básica de apenas control social que en muchos sectores sociales aplauden; por ejemplo: reducción del hampa en pos de la preservación del dominio de bienes en cabeza de solo unos cuantos.  Dentro de las mil incógnitas que la paz trae consigo (entre ellas, la del plebiscito que "Santos puede perder", y la renuencia del ELN a sentarse con seriedad a negociar), cabe resaltar una muy importante, ya planteada para el final de la confrontación armada, o sea, para el propio inicio del posconflicto.

Se trata de una de las partes más importantes de la finalización del estado de guerra: la labor de convicción íntima de los múltiples actores, armados y no armados, acerca de la necesidad, no ya de dejar de pelear, sino de construir esa nueva realidad de convivencia entre desiguales que no por serlo tienen que andar matándose. Una idea tan obvia, que en Colombia cumplimos nada más parcialmente, ¿puede incrustarse de manera inamovible entre los ciudadanos? Es decir, ¿podremos dejar de ser problemáticos, conflictivos y violentos con solo desearlo? El gobierno Santos, del que se podrá decir cualquier cosa, menos que no esté comprometido con este asunto, ha recurrido, para superar la etapa del mero deseo, a una vieja fórmula que no pocas veces he criticado desde aquí: el famoso fetichismo jurídico, o sea, tratar de arreglar la realidad desde las normas de derecho, sin seguir preferentemente el camino contrario, que es el que la historia de la humanidad recomienda: crear leyes desde un primigenio reconocimiento de lo que pasa en la sociedad. El gobierno se la ha jugado, además, con una política de Estado que no es nueva, pero que por primera vez enfoca el asunto oficialmente, y sin vergüenza, sin más vueltas: los colombianos no somos gente pacífica (ni súper-feliz, aunque encuestas ridículas digan lo contrario), y por eso aquí es necesario regresar a lo básico, es decir, enseñar la paz: con uno mismo y con los demás.

Así, con la promulgación de la ley 1732 de 2014, y del decreto 1038 de 2015 que la reglamenta, en los colegios -y potestativamente en universidades- habrá que educar sobre paz. Revisa uno el decreto reglamentario y no se encuentra que la Cátedra de la Paz -que así se llama el mandato legal- esté sustanciada desde elementos de la vida extraños a nadie: son cosas que en cualquier país medianamente civilizado se dan por sentadas. No faltarán, por supuesto, las mismas críticas que repitan lo de la teleología de la pena: que a nadie se le pueden imponer los valores de nadie. Puede ser. Pero algo habrá que hacer para parar la guerra, no la del monte, que es tan compleja y tan impulsada por negocios, sino la de la calle, la de la casa, la interior de cada quien.

Por Tulio Ramos Mancilla
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