Sublime y ridículo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



"De lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso", dicen que dijo el gran Napoleón. No me consta que así haya sido, pero no me desagrada para nada la idea de haber llegado a la misma convicción por mi cuenta, y de paso haber revalidado al corso artillero.

 

Hablo de dos actitudes que, igualmente solemnes, a veces no llegan a diferenciarse en tanto que están adheridas la una a la otra, como indivisible es el alma a efectos de su desnudez. Durante los días que antecedieron a Halloween estuve viendo unos videos de Youtube hechos fundamentalmente en México en los que se mostraban unas bromas bastante pesadas que unos buenos desocupados les gastaban a los desprevenidos que, en grupo o solos, andaban por ahí en la noche. Tarde en la noche.

Como los videos me los habían enviado por correo electrónico, debo decir que estuve a punto de exonerarme de ver lo que consideraba una pérdida imperdonable de tiempo, a solo un clic; pero, también tarde en la noche de ese día, finalmente cedí a la tentación de ver esas tontas "bromas prácticas". Para mi sorpresa, resultaron ser unas imágenes que encontré estremecedoramente chistosas, al punto de que casi no puedo parar de reírme, a pesar de saber en el fondo que no había nada de extraordinario en ellas: solo un tipo disfrazado con una sábana que se le aparecía a alguien de buenas a primeras, mediando desde luego el sonidito gemidor y de ultratumba de una señora a la que llaman la Llorona que el que sostenía la cámara escondida producía malamente.

No sé si era tal vez la peluca del victimario, su forma de correr (que me hace sonreír mientras ahora tecleo), o la reacción de flagrante cobardía de los sujetos victimizados: su manera de huir, de dejar abandonada a la novia por salvarse a sí mismos, sus traspiés nerviosos… no sé… Todo me pareció bastante estúpido y sin embargo genial. Ahora bien, como lo he confesado otras veces, me subyugan las explicaciones de la vida que no se agotan en la simple muerte, y por eso, esa misma noche, y pensando en esta columna, decidí buscar en línea otros videos, pero esta vez colombianos, que no fueran de risa y que me dijeran algo nuevo. Cualquier cosa.

Encontré unos documentos fílmicos bastante interesantes, en los que, por ejemplo, una familia humilde en Bogotá era atormentada por lo que parecía ser una bruja de sótano; en otro, una entidad rarísima se arrastraba ante una cámara de seguridad, en Indumil; y, principalmente, me produjo escozor uno en el que un grupo de niños en su casa nueva era asustado por una sombra que se materializaba ante sus ojos.

El hermano mayor filma con un celular una habitación, y de pronto es llamado a los gritos por sus menores, que le dicen que vieron algo extraño; el jactancioso entra en el cuarto señalado y graba todo mientras habla como un líder quizás para apaciguar los miedos que lo rodean, y de pronto, de la nada, se aparece una silueta negruzca en la pared que me ha podido recordar la finitud de mi existencia, mientras seguidamente se oye al joven corriendo y alentando al resto a hacer lo mismo, arrepentido de su valentía. Yo, que de alguna forma quería respetar la situación, no supe cómo dejar de reír: aún lo hago. Ahí fue cuando me acordé de Bonaparte y su dicho, y por fin lo entendí.