Raza

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Cuando se cumplieron quinientos años desde la llegada de los europeos a territorio americano, en 1992, empezó a emplearse la corrección en el lenguaje, que de académico esperaba pasar a cotidiano, además.

 

Se trataba, recuerdo, de corregir la expresión "Descubrimiento de América", totalmente euro-centrista (y ridícula), por aquello de "Encuentro de dos mundos", frase que no parece haber prosperado mucho, me temo.

Asimismo, a los niños que en esa época estábamos siendo formados en los colegios se nos solía decir que el idioma que hablábamos, este mismo con que escribo esto, no se llamaba "español", sino "castellano", puesto que tal venía de Castilla, que era una parte de España (un reino, cuando la independencia), y que era incorrecto referirse a nuestro idioma como proveniente de la totalidad del país español, que, como Colombia, también estaba fraccionado en regiones, orgullosas e independientes entre sí.

Creo que, fuera de España, tampoco caló mucho lo de llamar "castellano" al lenguaje español, y así ha quedado, tal vez para honrar sin querer, a ese período incierto que fue la Colonia: cuando aquí vinieron españoles en plan de señores, a lo largo de más de tres siglos, lo hicieron de distintas partes de la península, y en muy diferentes épocas; de manera que siendo allá distintos, los colonizadores hallaron en lugares como Colombia, para bien o para mal, un escenario en el que eran todos iguales (iguales entre ellos, claro): eran españoles y punto, no catalanes ni gallegos, no vascos ni canarios.

Dicho esto, valga la pena señalar algo de lo que se ha visto el lunes pasado, con ocasión de un nuevo Día de la raza, como finalmente se ha dado en llamar al "descubrimiento" recordado los 12 de octubre de cada año. Parece que nadie quiere tomar responsabilidad de la masacre ocurrida en esta tierra: España no lo ha hecho y nunca lo hará debidamente, pues para ello tendría, entre otras cosas igual de incómodas, que negar que la verdadera intención de ese jointventure, de esa Public Private Partnership, entre el oscuro navegante genovés y el Estado español de la época, era el saqueo y todo lo que se desprendiera de ello, y no la consabida evangelización de los salvajes a la luz de la palabra de Dios, Nuestro Señor.

Ni la España de entonces, ni la de ahora, serán jamás responsables de lo que pasó, además, porque al decir de no pocos, la culpa de lo sucedido podría recaer más bien en los hombres y mujeres que vinieron a quedarse aquí. Es decir: cuando los peninsulares se aventuraron hacia acá, de alguna forma renunciaron a ser españoles, y se hicieron colombianos (o latinoamericanos), más allá de que fueran conscientes de ello o no.
Si esto fuere cierto, entonces, tendríamos que acoger la teoría de que una nación se forma a pesar de que no se haga explícito ningún acto fundacional por parte del que llega, a pesar de que -de hecho- se crea lo contrario (representar a otra nación, a una en expansión): así, los responsables del baño de sangre colombiano también serían los nuevos compatriotas que no se reconocieron como tales, y que están aquí desde hace cinco siglos decidiendo, quiérase o no, el destino común. Más allá de la polémica, sería un descanso dejar de culpar a extranjeros a diez mil kilómetros de distancia geográfica, y así, hacerse digno cargo.



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