Centralismo y fronteras

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Con los ánimos calmados y la mente despejada, es fácil mirar en perspectiva. Polarizarse ciegamente impide ver realidades y, naturalmente, proponer soluciones acertadas.

 

La actual crisis entre Colombia y Venezuela ha permitido entender las causas y consecuencias desde diversas ópticas.

Por ejemplo, son mayores las diferencias entre los gobiernos que entre las naciones. Incluso más: entre nosotros, parecemos de mundos distintos. Colombia es un país acentuadamente regional, de territorios aislados que crecieron por su cuenta, alejados del centro, rechazándonos mutuamente por asuntos de procedencia y diferencias culturales. La integración nacional se presenta reciente, lenta y asimétrica.

En tiempos pasados, el "triángulo de oro": Bogotá, Medellín y Cali, absorbió la mayor parte del poder político y económico: estos se contemplaban entre sí de espaldas al resto de Colombia, mientras las provincias estaban abandonadas a su suerte. Si esto parece exagerado, miremos en perspectiva: la selva, las costas o los Llanos Orientales, amén de nuestras fronteras, olvidadas y abandonadas.

Nuestros gobernantes derrocharon -literalmente- cerca de 600.000 kilómetros cuadrados entre obsequios, saqueos y separaciones, amén de los 75.000 de mar perdidos recientemente.

Con ellos se fueron recursos vitales, que hoy enriquecen a nuestros vecinos, beneficiarios de tamaña malversación. Nunca hubo juicios políticos.

De ahí que las gentes de nuestros bordes estén más integrados con los vecinos que con el resto del país: Tumaco parece más de la costa ecuatoriana; Ipiales y Tulcán comparten gente y comercio; los wayúu se mueven indistintamente a los dos lados de la frontera guajira; Cúcuta y Maicao han vivido mutuamente del comercio binacional. En muchos casos, pobladores de ambos países gozan de doble ciudadanía.

Los argumentos del centralismo, con bastante razón pero con venenosa falacia, se enfocan a la corrupción de la política regional. Pero, ¿acaso la mayor corrupción está en las provincias?; ¿no merecen los ciudadanos de la periferia tratamiento parecido a los del centro?; ¿seguridad, educación, salud, inversión social y demás obligaciones del Estado no lo son para los habitantes de las fronteras? Naturalmente, existe la obligación de los gobiernos locales y regionales de cuidar e invertir debidamente los menguados recursos, pero también del gobierno central de proveerlos con suficiencia y oportunidad, permitiendo además la generación y uso de recursos propios: no siempre deberían pasar por la caja mayor.

Fenómenos como la guerrilla, paramilitarismo, narcotráfico, contrabando, etc., surgieron y se hicieron poderosos precisamente en la provincia y particularmente en las fronteras, de la mano de los poderes regionales afines y de la indolencia e indiferencia centralista.

La reciente expulsión de miles de ciudadanos colombianos de Venezuela puede estar en derecho, cómo no, cuando de delincuentes se trata, pero es perverso argumento cuando el desastroso gobierno chavista los sindica de los males ocasionados por las erráticas políticas económicas y la rampante corrupción.

Rafael Correa, con una economía dolarizada, ve cómo en Ecuador los productos elevan su precio frente a Colombia, e invita (¿obliga?) a no comprar al otro lado de su frontera, responsabilizándola de un hecho mundial.

Sí; es deber de los gobernantes proteger a sus respectivos países, pero sin olvidar que las interrelaciones fronterizas son inevitables, incluso frene a políticas aislacionistas y excluyentes, como las que separaron a Oriente de Occidente luego de la Segunda Guerra; las de regímenes totalitarios que impiden la migración; las de infames bloqueos económicos-siempre pagan el ciudadano-; o la de expulsiones masivas, como demencialmente lo proponen populistas como Donald Trump, Nicolás Maduro y los países europeos frente a las crisis provocadas por la codicia y la podredumbre de mandatarios locales y potencias extranjeras.

En Colombia todo ello se agrava con nuestra falta de identidad: todavía les rendimos pleitesía a los "embajadores de la India", caemos genuflexos ante acentos o nombres extraños, y nos parece mejor lo foráneo, mientras los mexicanos o peruanos se sienten orgullosos de sus ancestros, y los caribeños sacan pecho de su cultura.

No por tener cantantes o futbolistas famosos, literatos o pintores de valía universal hemos generado una identidad, un sentido de pertenencia o un sano y orgulloso nacionalismo. Y eso es precisamente lo que nos asila entre nosotros y del resto del mundo: primero mi gente, con razón o sin ella, así los vecinos puedan tener razón en sus reclamos. Señores gobernantes: la tarea es enorme, pero deben hacerla.