La guerra innominada

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Mañana, 7 de mayo, se llegará a un aniversario más, el septuagésimo, del final de la capitulación de la Alemania nazi en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Ese hecho, por sí solo, habría de desencadenar, entre otras consecuencias, la fijación del orden internacional -político y económico- que todavía observamos.

Podría afirmarse, desde luego, que lo mismo se había dicho en su momento de la Gran Guerra (1914-1918). De acuerdo. Sin embargo, una de las diferencias entre los finales de los dos eventos es que en 1945 el planeta entero, medio destruido, pareció haber empezado a tomar verdadera conciencia de que los asuntos relativos a las ambiciones territoriales entre países, a las venganzas históricas, a la cuestión obrero-patronal global, y, sobre todo, al subyacente de la superioridad de unos pueblos respecto de otros, no podían sino considerarse insoslayables en adelante.

Pero las soluciones al problema de la democratización de la sociedad internacional aún están lejanas y todo parece indicar que es la amenaza del uso de la fuerza, o ya su materialización, lo que sigue determinando el "orden" de las cosas, siete décadas después de la última promesa importante de cambio que los poderosos se hicieron entre ellos para no seguir neutralizándose sin sentido, la que no incluía necesariamente al resto del mundo.

Para utilizar una expresión de moda en Colombia: el sistema de pesos y contrapesos universales nada que funciona como debiera. Entonces, ¿en qué es peor el perverso totalitarismo nazi frente a la actual estratificación planetaria, que no se dirige hacia la igualdad, y que, al contrario, parece perpetuar el paradigma aquel de que, ciertamente, hay humanos que nacieron para obedecer y otros para mandar?

En realidad, las tesis del "espacio vital" de Hitler hoy palidecerían ante la incontestable realidad. Si Alemania, para su Führer, merecía los más altos mandatos del destino debido a la naturaleza laboriosa y benevolente que, según él, era exclusiva del hombre ario, ¿podrían aducir otro tanto los pueblos que consideran que van a la vanguardia, no del desarrollo tecnológico o industrial, sino de la vida misma? Previsiblemente, la respuesta política/diplomática nunca va a ser la verdadera; en otras palabras: para los que dominan al mundo, quien más ambición tiene, más merece, incluso si ello implica desnaturalizar al más lento -o ralentizado- de la carrera.

Esa moral neocolonialista contemporánea, de la que somos producto, hace que el nazismo parezca hoy un juego de niños.

Por lo demás, creo que si hay que reconocer algo a las derechas (no a la colombiana) es ese punto en común que casi todas tienen: una como infantil sinceridad (sin que deje de ser estratégica). Después de todo, el argumento político de la supremacía de cualquier cosa, si bien a veces efectivo, es también fácilmente atacable por las izquierdas, serias o fanáticas, especialmente desde que Hitler fracasó.

Pero, ¿y si él no hubiera perdido la guerra? Tal vez todo estaría igual de mal, pero habría una diferencia no meramente formal: al menos no sería necesario soportar a tanto santurrón políticamente correcto que jura defender, por ejemplo, los derechos humanos; aunque, seguramente, a esos mismos les deberíamos el saludo del brazo derecho extendido y la mano firme.



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