Reconciliación y avance democrático

Editorial
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El divorcio entre un gobierno impotente en la regulación de los grandes negocios y el grupo que efectivamente los controla, puede resultar, por lo menos, en la frustración política. Pero, en todo caso, dificulta el cambio social y puede llegar a acentuar privilegios indeseables y desigualdades peligrosas.

Después de un cuarto de siglo en el ejercicio del poder político en Sudáfrica, el resultado de la acción de gobierno del “Congreso Nacional Africano”, no ha conciliado las dos cosas. Ese legendario partido, en cuya fundación participó nada menos que Gandhi y cuyo máximo representante, Nelson Mandela, llegó a la Presidencia de la República cuando ya había madurado históricamente el proceso de la resistencia contra el Apartheid, pero, como rasgo saliente, no ha podido revertir la tendencia a la desigualdad en contra de los negros. La corrupción le ha hecho mucha mella, y también el desencanto de sus propios votantes.

A pesar de los esfuerzos y de la mejoría de calidad de vida de algunos sectores, sobrevive un grado de desigualdad social que ubica a los sudafricanos en un nivel más precario que el de Namibia o Mozambique, según las cuentas del Banco Mundial. Demostración elemental de que no se han podido producir cambios ostensibles en el fondo de la sociedad, más allá del ejercicio de derechos políticos que antes no existían.

Luego de la transición hacia el poder político a manos de los negros, las proporciones de presencia de las antiguas comunidades racialmente separadas por al Apartheid, en posiciones de mando en materia empresarial, y el control sobre las principales empresas, muestra un panorama de inmovilidad. El sesenta y siete por ciento de las posiciones directivas en las empresas está en manos de blancos, que son el nueve por ciento de la población económicamente activa. Los negros, que representan el ochenta por ciento, ocupan el catorce por ciento de los cargos de dirección y controlan solamente el tres Por ciento de las grandes empresas.

Mandela ya había advertido de la precariedad del poder que había adquirido al momento de la transición, pues una cosa era controlar la máquina del gobierno y otra la de la economía. Tenía bien claro que acortar la distancia existente entre el poder político y el económico sería uno de los grandes retos del gobierno negro. Pero en el momento de los acuerdos que permitieron el cambio político, la aventura de arrancar el poder económico de las manos de los blancos podría haber significado de un golpe la ruina del país.

Otra cosa es que, a partir de ahí, se debería producir un proceso de transición, largo y dispendioso, en busca de un cambio en las proporciones del control del poder económico. Aunque  tampoco se trataba de excluir a los blancos, que reclamaban derechos en su condición de ciudadanos del mismo país.

Como todo había que hacerlo por partes, la tarea de Mandela, como primer presidente, exigía sentar las bases de una nación integrada por elementos comunes, a partir de la generación de un clima de convivencia que pudiera demostrar que las antiguas animadversiones entre negros y blancos podían ser superadas. De no haber hecho bien, como lo hizo, esa tarea, el proceso se habría visto frustrado desde un principio. Esto implicaba que a la hora de su sucesión, el compromiso de todos adquiriera proporciones de un reto mayor.

Las nubes negras que perturban el panorama del país, parecen provenir de las precariedades de sus sucesores, como lo ha demostrado el resultado de las elecciones de principios de mayo, que ponen en evidencia una carga enorme de desencanto en los mismos sectores populares que una vez fueron el motor principal del Congreso Nacional Africano. Al lado de los tradicionales beneficiarios del control de la burocracia, los relegados de siempre, siguen en lo mismo.  El reto de ahora no es exclusivo del gobierno, disfrute o no de una mayoría contundente o confortable en el legislativo. Es de todos los actores políticos y también del sector empresarial y de las organizaciones privadas.

Es el reto típico, difícil de practicar y aclimatar, de los países que tienen la obligación histórica de dejar atrás la confrontación interna y construir el futuro, con generosidad. Para ello, por encima de las recriminaciones, Mandela predicó y practicó hasta el último día de su vida un ánimo auténtico de reconciliación. Acompañado de perdón por las innumerables afrentas de décadas enteras en contra suya y de los suyos. Y enseñó que bien vale la pena identificar los obstáculos comunes para la felicidad de todos y proponerse vencerlos, con una dosis adecuada de acuerdo, y discusiones que tramiten los desacuerdos, hasta salir adelante.

Los defensores del modelo del primer presidente negro de Sudáfrica, negro y blanco, coinciden en que los dos enemigos principales del progreso del país son la corrupción y la desigualdad. Exactamente como sucede entre nosotros. Y saben que para corregirlos no es necesario desbaratar nada, sino construir.

El divorcio entre un gobierno impotente en la regulación de los grandes negocios y el grupo que efectivamente los controla, puede resultar, por lo menos, en la frustración política. Pero, en todo caso, dificulta el cambio social y puede llegar a acentuar privilegios indeseables y desigualdades peligrosas. Después de un cuarto de siglo en el ejercicio del poder político en Sudáfrica, el resultado de la acción de gobierno del “Congreso Nacional Africano”, no ha conciliado las dos cosas. Ese legendario partido, en cuya fundación participó nada menos que Gandhi y cuyo máximo representante, Nelson Mandela, llegó a la Presidencia de la República cuando ya había madurado históricamente el proceso de la resistencia contra el Apartheid, pero, como rasgo saliente, no ha podido revertir la tendencia a la desigualdad en contra de los negros. La corrupción le ha hecho mucha mella, y también el desencanto de sus propios votantes. A pesar de los esfuerzos y de la mejoría de calidad de vida de algunos sectores, sobrevive un grado de desigualdad social que ubica a los sudafricanos en un nivel más precario que el de Namibia o Mozambique, según las cuentas del Banco Mundial. Demostración elemental de que no se han podido producir cambios ostensibles en el fondo de la sociedad, más allá del ejercicio de derechos políticos que antes no existían. Luego de la transición hacia el poder político a manos de los negros, las proporciones de presencia de las antiguas comunidades racialmente separadas por al Apartheid, en posiciones de mando en materia empresarial, y el control sobre las principales empresas, muestra un panorama de inmovilidad. El sesenta y siete por ciento de las posiciones directivas en las empresas está en manos de blancos, que son el nueve por ciento de la población económicamente activa. Los negros, que representan el ochenta por ciento, ocupan el catorce por ciento de los cargos de dirección y controlan solamente el tres Por ciento de las grandes empresas. Mandela ya había advertido de la precariedad del poder que había adquirido al momento de la transición, pues una cosa era controlar la máquina del gobierno y otra la de la economía. Tenía bien claro que acortar la distancia existente entre el poder político y el económico sería uno de los grandes retos del gobierno negro. Pero en el momento de los acuerdos que permitieron el cambio político, la aventura de arrancar el poder económico de las manos de los blancos podría haber significado de un golpe la ruina del país. Otra cosa es que, a partir de ahí, se debería producir un proceso de transición, largo y dispendioso, en busca de un cambio en las proporciones del control del poder económico. Aunque  tampoco se trataba de excluir a los blancos, que reclamaban derechos en su condición de ciudadanos del mismo país. Como todo había que hacerlo por partes, la tarea de Mandela, como primer presidente, exigía sentar las bases de una nación integrada por elementos comunes, a partir de la generación de un clima de convivencia que pudiera demostrar que las antiguas animadversiones entre negros y blancos podían ser superadas. De no haber hecho bien, como lo hizo, esa tarea, el proceso se habría visto frustrado desde un principio. Esto implicaba que a la hora de su sucesión, el compromiso de todos adquiriera proporciones de un reto mayor. Las nubes negras que perturban el panorama del país, parecen provenir de las precariedades de sus sucesores, como lo ha demostrado el resultado de las elecciones de principios de mayo, que ponen en evidencia una carga enorme de desencanto en los mismos sectores populares que una vez fueron el motor principal del Congreso Nacional Africano. Al lado de los tradicionales beneficiarios del control de la burocracia, los relegados de siempre, siguen en lo mismo.  El reto de ahora no es exclusivo del gobierno, disfrute o no de una mayoría contundente o confortable en el legislativo. Es de todos los actores políticos y también del sector empresarial y de las organizaciones privadas. Es el reto típico, difícil de practicar y aclimatar, de los países que tienen la obligación histórica de dejar atrás la confrontación interna y construir el futuro, con generosidad. Para ello, por encima de las recriminaciones, Mandela predicó y practicó hasta el último día de su vida un ánimo auténtico de reconciliación. Acompañado de perdón por las innumerables afrentas de décadas enteras en contra suya y de los suyos. Y enseñó que bien vale la pena identificar los obstáculos comunes para la felicidad de todos y proponerse vencerlos, con una dosis adecuada de acuerdo, y discusiones que tramiten los desacuerdos, hasta salir adelante. Los defensores del modelo del primer presidente negro de Sudáfrica, negro y blanco, coinciden en que los dos enemigos principales del progreso del país son la corrupción y la desigualdad. Exactamente como sucede entre nosotros. Y saben que para corregirlos no es necesario desbaratar nada, sino construir. 


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