Gigante en trance de nacimiento

Editorial
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Una República solo tiene opciones de aproximarse a la democracia cuando supera el culto de quien se haya considerado su dueño.
Quien quiera que haya nacido en la ciudad de Almá Atá, Almaty, o en cualquier otro lugar del enorme Kazajistán, tuvo que aceptar, desde el principio de la década de los noventa del Siglo XX hasta la semana pasada, los derroteros emanados de la “sabiduría política” de Nursultán Nazarbayev. De nada valió allí el colapso de la Unión Soviética, de la que formaba parte ese país que se extiende desde las costas del Caspio hasta encontrarse con China.

Justo en la coyuntura de la disolución de la URSS, y del cese de su dependencia formal de los rusos, los kazajos no se lanzaron, como los miembros de otras repúblicas, a la búsqueda de un modelo político de corte occidental. Entonces decidieron más bien, según ellos mismos, dedicarse primero al desarrollo económico, para ajustar más tarde las instituciones políticas. Ese fue el camino por el cual Nazarbayev se quedó en el poder, al que había tenido acceso como último presidente de la república bajo el modelo soviético.

El discurso de la búsqueda del desarrollo económico, apuntalado en la enorme riqueza natural de un país escasamente poblado, tuvo como complemento otros cuantos elementos de esos que, de manera magistral, han servido en otras partes para desviar las aspiraciones políticas de quienes estiman que las libertades públicas deben ir por delante de los procesos sociales. En otras palabras, con el público embelesado por el embrujo del progreso, el presidente se fue quedando en el poder hasta que, por su propia voluntad, al menos en apariencia, terminó por renunciar la semana pasada.

El recorrido del país, bajo su mando con mano de hierro, presentó cambios esencialmente simbólicos. Otra vez, en un escenario con enormes recursos de petróleo y gas, sus escasos 18 millones de habitantes, deberían después de tres décadas por fuera del modelo soviético, ser millonarios. Pero, si bien ello resulta distante de la realidad y difícil de evaluar, el país presenta realizaciones sobresalientes, dentro de las cuales figura en forma especial, como propósito político, la transformación de la capital.

La antigua Almaty, que sigue vigorosa bajo la inercia de su historia, vinculada a los procesos de expansión y comercio de la legendaria ruta terrestre de la seda, fue reemplazada por una nueva, donde todo ha sido inventado para impresionar. Astaná, que quiere decir simplemente “capital”, parece un engendro de Walt Disney. Su paisaje urbano representa una especie de explosión de cemento, hierro y vidrio, donde en medio de una especie de desorden magnífico alternan obras firmadas por los arquitectos más sobresalientes del mundo occidental.

En apariencia, los kazajos han tenido la suerte de que su viejo cacique haya decidido dejar el poder. Pero, otra vez, nada más engañoso que las renuncias calculadas y acompañadas de honores y agradecimientos desmedidos a esos padres y presidentes eternos que, en contravía de los ideales democráticos más elementales, se quedan por ahí con unos prodigios claves, además de los honores que les permiten salir impunemente a disfrutar de un retiro diseñado a su mayor conveniencia.

Todo un entramado de cambios, concebidos a la manera de un tapiz oriental, adorna la transición de Kazajistán hacia una nueva era. El primero de ellos es el del nombre mismo de la ciudad capital, que en adelante llevará el nombre del retirado timonel: Nursultán. Otro cambio radica en el propósito de adoptar en el lapso de pocos años el alfabeto latino, para reemplazar el de origen cirílico, herencia de la larga relación con Rusia, y facilitar las relaciones con el mundo occidental.

Con la aparición de uno que otro movimiento de protesta por ese cambio premeditado en favor del no cambio, estamos ante el espectáculo del eventual nacimiento, no garantizado, de una república nueva, que solo podría serlo si logra superar la capacidad de ingeniería política de la que pretende seguir haciendo gala el jefe en aparente retirada.

Estos son momentos de aquellos en los cuales se puede comprobar que no hay nada más contrario a las aspiraciones democráticas de un pueblo que el dominio de la voluntad de una sola persona. Porque nadie puede ser, ni se puede considerar superior, para todos los efectos, a los demás miembros de su nación. La pretensión, y el logro, de hacer un país a la medida de algún “inspirador supremo”, con su idea de perpetuarse en el poder, solamente puede significar una desgracia para el destino de quienes se ven obligados a vivir su vida de la manera que él señale.

Cuando por fin se vaya, llegan las oportunidades de inventar, entre todos, una nueva fisonomía política. Para ello será necesario desatar a tiempo los nudos que haya dejado quien de manera estratégica anuncie su salida.