Mujeres y trabajo

Editorial
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Las cifras son claras: las mujeres son aún mayoría entre las franjas de población trabajadora con salarios más bajos.
En España, por ejemplo, de cada 10 personas que cobran el salario mínimo, 7 son mujeres. Las mujeres tienen el doble de posibilidades de acabar en un trabajo mal pagado que sus colegas hombres.

Es más corriente, y no es casualidad, en ocupaciones como el trabajo social, los servicios de limpieza y mantenimiento, la restauración, el sector de los cuidados a la infancia y la vejez, o la atención al cliente, donde las trabajadoras representan un porcentaje muy superior al de sus compañeros.

En el marco de una sociedad patriarcal, el trabajo de la mujer es menos recompensando y valorado, social y económicamente. Y le sale a cuenta a un sistema económico que premia las rentas de capital a costa de precarizar el empleo.

La baja remuneración no es más que la punta del iceberg. Hay una miríada de experiencias de precariedad y discriminaciones que miles de mujeres enfrentan a diario en el trabajo. Ser mujer conlleva una vinculación más intermitente con el mercado laboral, con carreras profesionales interrumpidas, salpicadas de parcialidad no deseada y con un creciente peso de las mal llamadas formas ‘atípicas’ de empleo, asegura Cristina Rovira, especialista en desigualdad de Oxfam Intermón.

Según la Organización Mundial del Trabajo, en 2014 en España más del 7 % de las mujeres trabajó en un empleo de 14 horas o menos a la semana, proporción que triplica la de los hombres. Casi el 70 % de las personas con un trabajo a tiempo parcial y que desearían tener un trabajo a tiempo completo en nuestro país son mujeres.

Mientras tanto, se encuentran trabajadoras en nichos de esclavitud moderna que, como denuncia Jessica Guzmán, presidenta de la organización Malen Etxea en el informe ‘Voces contra la precariedad’ laboran hasta 22 horas al día como trabajadoras internas del hogar y los cuidados, y no sobrepasan los salarios de miseria. Y además las desigualdades de género se suman con las vinculadas a la edad, el origen, la etnia, la clase o las habilidades diversas.

Casi la totalidad de estas trabajadoras son mujeres migrantes, sin vacaciones retribuidas o prestación por desempleo, sin tiempo para el ocio o incluso espacio para la propia intimidad. Muchas acusan lesiones físicas y emocionales que perdurarán a medio y largo plazo. Representan las vergüenzas de un modelo laboral y económico que empuja a la precariedad a más mujeres cada día.

Es el fenómeno que explica que, cada vez más, pese a tener uno o más trabajos, muchas mujeres no consigan superar el umbral de la pobreza. Y eso dejará huella en el futuro. La precariedad actual limita las posibilidades de disfrute de una vida digna más adelante.

No superar el umbral de la pobreza implica otras consecuencias intangibles en una sociedad patriarcal. Para muchas de las mujeres que prestaron testimonio en el informe ‘Voces contra la precariedad’, significa convivir en condiciones de privación material extrema, donde cada gasto cuenta y condiciona lo que se podrá comer mañana.

Significa llevar 8 años sin vacaciones. Significa no contar con tiempo para cuidar de sí misma. Significa vivir bajo la ansiedad y estrés constantes de no llegar a fin de mes. Significa estar expuesta a violencias y acoso en entornos de trabajos inseguros y precarios. Significa sentir un notable desgaste físico y emocional, tras las maratonianas jornadas, remuneradas o no.

En términos sociales supone una falta de reconocimiento flagrante a la contribución que las mujeres, mediante el trabajo doméstico y de cuidados no remunerados, realizan a la economía. Su trabajo es la piedra angular que sustenta la sociedad.

Pero todo esto no es inevitable. Es el resultado de estructuras y políticas que pueden y deben cambiarse de forma eficaz para asegurar un trabajo en condiciones dignas. Algunos colectivos de mujeres ya han empezado a hallar alternativas, organizándose en cooperativas sociales para generar medios de vida, ingresos y condiciones de trabajo dignas.