En mini guerra fría

Editorial
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En lugar de que se acentúe una confrontación de sordos, el mundo merece que se sepa la verdad sobre el ataque que desencadenó la presente mini guerra fría entre rusos y británicos.  Con toda Europa de por medio, las relaciones entre Rusia y la Gran Bretaña han tenido versiones diferentes, desde que entraron en contacto, en el Siglo XVI, cada una con su sueño imperial.

En el Siglo XIX comenzaron por ser aliados, frente a la amenaza del proyecto napoleónico. A mediados de la misma centuria se enfrentaron en la Guerra de Crimea, cuando la Gran Bretaña fungía de potencia mundial y tenía intereses que defendía con el envío de tropas a donde fuera necesario. Más tarde terminaron en competencia por el dominio de espacios económicos y políticos en el Asia profunda. 

Sin que la Revolución rusa de 1917 afectara demasiado las cosas, a lo largo de la primera mitad del Siglo XX resultaron obligadamente aliadas en las dos guerras mundiales. Pero otra cosa vino a ser la Guerra Fría, cuando el juego del espionaje, el contraespionaje y todo tipo de figuras complejas, tuvo a las dos potencias como rivales en un juego peligroso y lleno de elementos intrincados y difíciles de descifrar aún para sus mismos protagonistas. La crisis contemporánea en torno de Ucrania, con sus implicaciones en la disputa por la influencia en la región que separa y conecta a Rusia con la Europa Occidental, vino a crispar los ánimos y a desatar otra vez una andanada de declaraciones y gestos simbólicos de ambas partes.

Como quiera que, en medio de todo esto, las islas británicas han sido destino favorito de miembros de la antigua nobleza, intelectuales, políticos derrotados o desterrados, y millonarios e ilusos provenientes de Rusia, y que los dos países fueron por décadas baluartes de campos opuestos, el juego del espionaje entre ellos parece haberse mantenido siempre vigente. O por lo menos eso es lo que se puede deducir de hechos recientes, y en particular de lo que salió a la luz como como consecuencia del ataque con un “agente neurotóxico” del que fueron objeto el antiguo doble espía Sergei Skripal y su hija Yulia en un parque de Salisbury.

Skripal, antiguo coronel de la inteligencia rusa, había sido expulsado del servicio y despojado de sus grados por alta traición, acusado de colaborar con la inteligencia británica desde finales del siglo pasado. Condenado a 13 años de prisión en 2006, terminó por recibir perdón de parte del presidente Dimitri Medvedev y terminó liberado, en el intercambio más importante después de la Guerra Fría, por espías favorables a Rusia que habían sido capturados por el FBI. Ahora vivía en Inglaterra, supuestamente desvinculado de sus actividades anteriores, de manera que la motivación de quien haya querido atentar contra su vida sigue siendo una incógnita por despejar.

De manera expedita, y de pronto sin dar mucho tiempo para que el fundamento científico sirviera de apoyo contundente a la retórica política, la Primera Ministra británica no solamente concluyó que los Skripal habían sido atacados con un gas del tipo “Novichok”, supuestamente desarrollado en laboratorios de la otrora Unión Soviética, sino que procedió a culpar del hecho al gobierno de Moscú, y a expulsar del Reino Unido a más de veinte diplomáticos rusos, con sus familias, después de que el Kremlin se negara a explicar la razón del ataque, cuya autoría negó en forma contundente desde un principio.

En todos los tonos, el gobierno de Rusia ha negado la autoría del atentado contra Sergei y Yulia, ha considerado injustas e imperdonables las acusaciones directas a su presidente, y ha propuesto una investigación conjunta sobre los hechos. Inclusive ha “escalado” el asunto, sin resultado positivo, ante el inocuo Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. La negativa británica, lo mismo que la de la agencia internacional de control de armas químicas, frente a la solicitud de los rusos, han sido contundentes.

En medio de la humareda propia del incidente, cabe preguntarse si la legendaria habilidad política de los rusos les ha podido llevar, y por qué razón, al error de emprender una aventura tan arriesgada para su prestigio, justo por la época de las elecciones presidenciales de la Federación Rusa y, sobre todo, a pocas semanas del Campeonato Mundial de Fútbol, evento que le da al país un protagonismo internacional indiscutible, del que puede, y seguramente quiere, sacar todo el provecho posible para mostrarse al mundo con su mejor cara. También cabe preguntarse, con la misma lógica, si alguien ha podido tener interés en afectar la imagen de los rusos, precisamente dentro de esa coyuntura.



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