La Administración Trump se pone seria

Editorial
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El 3 de abril un islamista uzbeko originario de Kirguistán hizo detonar una bomba en el metro de San Petersburgo, mientras Vladimir Putin se encontraba de visita en la ciudad. Catorce personas murieron y cerca de medio centenar resultaron heridas. Al día siguiente, el régimen sirio lanzó un ataque con gas sarín contra la localidad rebelde de Jan Sheijun en la provincia de Idlib, provocando la muerte a 80 personas e hiriendo a más de quinientos. ¿Hay una relación entre ambos hechos? ¿Fue esta una repuesta de Moscú a la osadía islamista de atacar en suelo ruso? Washington ha echado el ojo al posible nexo. “¿Cómo es posible”, preguntaba retóricamente un funcionario de la Casa Blanca sobre Rusia, “que sus fuerzas estuvieran acuarteladas junto con las fuerzas sirias que planearon, prepararon y realizaron este ataque con armas químicas en la misma instalación, y no tuvieran conocimiento previo?”.


Es probable que Putin haya pedido a su protegido Bashar al-Assad que elevase el factor atrocidad en una acción punitiva aleccionadora. Desde el ingreso de Rusia a la guerra en Siria, Moscú ha marcado a los grupos rebeldes moderados –no al radical Estado Islámico– como el principal objetivo de su campaña militar. Desde el primer día el propósito de Putin fue dejar a la familia de las naciones ante la disyuntiva de elegir entre Assad y el Estado Islámico, y eliminar a los rebeldes moderados que pueden desafiar políticamente al clan Assad en un escenario de sucesión en la posguerra. Si Putin efectivamente dio la instrucción de emplear armamento no convencional en el país árabe, eso inevitablemente forzaría un viraje de timón en la capitanía de Donald Trump.

Y así fue. Abruptamente, la Casa Blanca abandonó las palabras bonitas que venía pronunciando sobre el líder neo-soviet y ordenó el lanzamiento de 59 misiles Tomahawk (a un costo de 800.000 dólares cada uno) contra la base aérea desde la que despegó el avión que arrojó el gas letal sobre Jan Sheijun. Eso alarmó a los sirios, a los iraníes y, especialmente, a los rusos. “Es evidente que las relaciones ruso-norteamericanas están pasando por su momento más difícil desde el final de la guerra fría”, dijo el canciller ruso Sergei Lavrov. “Ahora no estamos teniendo una buena relación con Rusia para nada”, admitió por su parte el presidente Trump.

Al fin, tras varios desaciertos iniciales, ha comenzado con seriedad el gobierno de Donald Trump.

Ha sido Trump 24/7. El Sr. Trump era dueño de la presidencia de la forma en que el Sr. Trump posee una torre en la Quinta Avenida. Para bien o para mal, la presidencia de Trump era todo acerca de él.

Sus últimas decisiones han mostrado, por el contrario, mayor delegaciones de funciones y mayor profesionalismo, con las figuras de los militares McMaster y Mattis entrando al primer plano. Desde el envío de un portaaviones en dirección a Corea del Norte hasta el lanzamiento de la más potente bomba de su arsenal convencional contra el entramado de túneles de los islamistas en Afganistán, pasando por su reciente bombardeo en Siria, la presidencia Trump logró diferenciarse del peligroso precedente de inacción de Barack Obama, les dio un mensaje a Damasco, Moscú y Teherán de que para esta administración las líneas rojas cuentan y reforzó la proyección de poder de EE.UU. a escala global.

Las frivolidades no han desaparecido del todo, desde ya. “Estaba sentado en la mesa, habíamos terminado de cenar y en ese momento estábamos tomando el postre, el más bonito trozo de pastel de chocolate que hayas visto jamás”, relató Trump a Fox Business al describir el momento en que dio luz verde a esa operación militar en Siria, en compañía del presidente chino Xi Jinping desde Mar-a-Lago, Florida.

Así es que habrá que aprender a convivir con una Casa Blanca que podría generar políticas racionales y comunicaciones ridículas en simultáneo. Aunque muchos hagan un gran alboroto por lo segundo, seguirá siendo lo primero lo que verdaderamente cuente estratégicamente.